Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 3 de octubre de 2015

Venecia: EL TREN DE VENECIA, de Georges Simenon

"Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer..."
 
(Fragmento del primer capítulo)

Todo aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor centelleante y cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre al agua y el cielo.
 
Todavía notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había llevado desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.
 
Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las góndolas y, como era domingo, tañían las campanas en todas las iglesias, en todos los campaniles.
 
- ¿Puedo comprar  un  helado, papá?
- ¿A  las  ocho  de  la  mañana?
- ¿Y yo? -preguntó el niño, que sólo tenía seis años.
 
Aunque se llamaba Louis, desde muy pequeño le llamaban Bib, pues así era como él reclamaba el biberón.
 
También Bib iba en traje de baño, con una camisa a cuadros por encima. Ambos niños llevaban sombreros de paja de gondolero, de sopa y borde planos, con un lazo rojo el de Josée y azul el de su hermano.
 
En el fondo, puede que a Calmar no le gustase estar lejos de su país. Y hacía ya quince días que se sentía desterrado, sin raíces, sin nada sólido donde apoyarse. No fue él, sino su mujer, quien quiso pasar las vacaciones en Venecia. Y, por supuesto, los niños le hicieron coro enseguida.
 
También odiaba las partidas y las despedidas.Seguía allí, plantado delante de la ventanilla bajada de uncompartimiento que ni siquiera estaba limpio, pues era el único vagón que venía de más lejos, de Trieste y aun de más allá, un vagón que tenía un color distinto de los otros,un aspecto extraño y un olor diferente.
 
Sentado tan cerca de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?
 
En realidad, Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de éste, otras personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún pariente o amigo.
 
No había ocurrido nada extraordinario. El tren debía partir a las siete y cincuenta y cuatro, pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba a abajo para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.
 
El jefe de estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque lo fuera, igualmente limpiaban los frenos de todos los trenes con la misma agua a presión y las mismas sacudidas que antaño.
 
Por fin se oyó el silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato, como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.
 
- Sobre todo, cuídate mucho y ve a comer a Chez Étienne -le recomendó Dominique.
 
Se refería a un restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era saludable.
 
Con el banderín rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib, que había empezado a imitar a su hermana.
 
El tren tenía que partir. El reloj marcaba las 7:55.
 
Sin embargo, el jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y bajó el brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos.
 
El tren no arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero no vio más que otras cabezas asomadas como la suya.
 
- ¿Qué sucede?
 
- No lo sé –contestó Dominique-, no veo nada raro.
 
Era delgada, aunque no tanto como su hija, e incluso con pantalón corto tenía aún buen tipo. Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.
 
El jefe de estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una película súbitamente congelada en una imagen fija, en una simple fotografía en color.
 
Algunas manos no sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.

Georges Simenon (Bélgica, 1903-1989)
 
(Traducido al español por Mercedes Abad)

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