Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 9 de octubre de 2015

Venecia: ABADDÓN, EL EXTERMINADOR, de Ernesto Sabato

"Le campane de San Giusto, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando era chico."

(Fragmento de La muerte de Marco Bassán)

Anochecía. De cuando en cuando aparecían los hermanos mayores. Juancho fue obligado, finalmente, a proseguir el sueño que había interrumpido. Y así Bruno pasó, por primera vez en su vida, la noche entera al lado de un moribundo. E intuyó que recién comenzaba a ser un hombre, porque únicamente la muerte prepara de verdad para la vida; pues la muerte de un solo ser unido a uno con vínculos entrañables permitía comprender la vida y la muerte de otros seres, por lejanos que fuesen, y hasta de los más humildes animales. Le daba agua, hasta pudo aplicarle la inyección de morfina.
 
Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque mencionaba nombres que nunca le había oído. También palabras sobre un timón o algo así. De pronto su expresión era de angustia. En otros momentos luchaba contra enemigos, revolviéndose en su lecho. Luego lo oyó canturrear, y su expresión fue entonces de felicidad: acercándose a sus labios reconoció deformes restos de Le campane de San Giusto, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando él era un chico.
 
A los dos días comenzó la agonía.
 
A Bruno le chocaron la indiferencia cortés, los gestos mecánicos con que el sacerdote le dio el aceite y rezó las oraciones. Con todo, sintió la solemnidad de la extremaunción: era su padre que se despedía para siempre de la vida, de aquella vida que había vivido con tanto coraje y tenacidad. Dos velas fueron prendidas ante una estampa de San Marco. Juancho le colocó en el cuello una medalla del santo veneciano. Y el viejo, desde ese momento, misteriosamente se tranquilizó hasta morir.
 
 
Ernesto Sabato (Argentina, 1911-2011) 

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