Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 26 de enero de 2015

Enero: YO, CLAUDIO, de Robert Graves


(Fragmento del capítulo XXXIII)
 
El gran Festival Palatino comenzaba al día siguiente. Ese festival en honor de Augusto había sido instituido por Livia a principios de la monarquía de Tiberio, y se celebraba anualmente en el patio meridional del palacio viejo. Comenzaba con sacrificios a Augusto y una procesión simbólica, y continuaba durante tres días con obras teatrales, danzas, canciones, juegos de manos y cosas por el estilo. Se levantaban tribunas de madera, con asientos para sesenta mil personas. Cuando terminaba el festival las tribunas eran desmontadas y se guardaban para el año siguiente. Ese año Calígula prolongó los tres días a ocho, intercalando entre los espectáculos carreras de cuadrigas en el circo y fingidas batallas navales en la dársena. Quería divertirse continuamente hasta el día en que zarpara rumbo a Alejandría, o sea el veinticinco de enero. Porque pensaba ir a Egipto a estudiar el paisaje, reunir dinero por medio de su inconmovible rigor y de las mismas artimañas que había usado en Francia, hacer planes para la reconstrucción de Alejandría y finalmente, así se jactaba, poner una nueva cabeza a la Esfinge.
 
Comenzó el festival. Calígula hizo los sacrificios a Augusto, pero en forma más bien superficial y desdeñosa, como un amo que en una ocasión cualquiera tiene que hacer un favor insignificante a uno de sus esclavos. Cuando terminó con eso, proclamó que si algún ciudadano presente pedía una merced que estuviera en su poder conceder, la concedería graciosamente. Últimamente estaba enojado con el pueblo por la falta de entusiasmo demostrada en las luchas de animales feroces, y les había castigado cerrando los graneros públicos durante diez días. Pero quizá  les había perdonado, porque acababa de arrojar dinero desde el techo de palacio. Entonces se escuchó un alegre grito: "¡Más pan, menos impuestos, César! ¡Más pan, menos impuestos!".
 
Calígula se enfureció. Envió un pelotón de germanos a que recorrieran las hileras de bancos, y los germanos cortaron más de cien cabezas. Este incidente inquietó a los conspiradores. Era un recordatorio de la barbarie de los germanos y de la increíble devoción que tenían hacia Calígula. Para entonces era difícil que hubiese un solo ciudadano que no ansiara la muerte de Calígula, o que no lo hubiese hecho añicos con ganas, como se dice. Pero para esos germanos era el héroe más glorioso que había existido nunca. Y si se vestía de mujer, o se alejaba de pronto, al galope, de su ejército en marcha, o hacia que Cesonia se presentara desnuda ante ellos y se jactaba de su belleza; o si incendiaba su más hermosa casa de campo de Herculano, so pretexto de que su madre Agripina había estado presa allí durante dos días, cuando se dirigía a la isla en que murió. Estas actitudes inexplicables lo hacían más digno de su adoración, lo convertían en un ser divino. Solían mirar y, asintiendo, se decían: "Si, los dioses son así. No se sabe qué harán en un momento dado. Tuisco y Mann, en nuestra querida patria, son como él".
 
Casio era osado y no le importaba lo que pudiera sucederle a él personalmente, siempre que Calígula fuese asesinado, pero los otros conspiradores, que no tenían sentimientos tan enérgicos, comenzaron a preguntarse cuál seria la venganza que se tomarían los germanos en los asesinos de su maravilloso héroe. Empezaron a presentar excusas, y Casio no logró que aceptaran un plan de acción conveniente. Sugirieron que era mejor dejarlo en manos del azar.
 
Robert Graves (Inglaterra, 1895-1995)

La ilustración corresponde a Claudio, un emperador romano (1871), de Sir Lawrence Alma Tadema.

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