Capítulo XXIV. Casa de mujeres malas
El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hurañas, rubias, pelirrojas, de cabellos negros, de ojos pequeños, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse, se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.
La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.
Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura, Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio; Tartaja, a la tartamuda. Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.
Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre lisos y lamidos. Doña Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no disgustar a las reinas. ¡Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres —protectores que las explotaban, amantes que las mordían— por hambre de ternura, de tener quién por ellas!
También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince años. «Buenas noches.» «No me olvides.» Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.
Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista...
Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1899-1974)
* Aun cuando la novela está dividida en tres partes, la segunda de las cuales según el índice transcurre el 24, 25, 26 y 27 de abril, el final del capítulo XXIII. El parte al señor Presidente está fechado el 28 de abril y precede al de Casa de mujeres malas. La tercera y última parte da principio hasta el capítulo XXVIII. Habla en la sombra.