Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 9 de abril de 2013

Conejos: un par de fábulas sobre el conejo y el león

 
EL CONEJO Y EL LEÓN
 
Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la selva, semiperdido.
 
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.
 
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.

En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.
 
El León estremeció la selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
 
De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.
 
 
Augusto Monterroso (Escritor guatemalteco nacido en Honduras y radicado en México;1921-2003)
 
 
 
EL RUGIDO DEL CONEJO

Cansado de su temor ancestral, harto de que él y todos los de su especie tuvieran que huir para ocultarse cada vez que aparecía un león hambriento, un conejo decidió desafiar las leyes de la naturaleza: aprendería a rugir igual que sus depredadores. Si mediante ese recurso los atemorizaban primero, para luego someterlos sin mayor dificultad, él respondería con otro rugido igualmente feroz. Tendría, además, la ventaja de la sorpresa, puesto que un león nunca esperaría escuchar el eco de su estruendo reflejado en la fiera imagen de un conejo. El desconcierto de aquél, a su vez, le permitiría retirarse apelando a un cierto aire de dignidad que hasta entonces estaba vedado para sus congéneres.

Le llevó años. Ensayaba sin descanso día tras día, desde el amanecer hasta que se ocultaba el sol, buscando perfeccionar su propio rugido. Miraba su imagen distorsionada en el reflejo del agua para convencerse de que parecía tan salvaje como su enemigo. Los demás conejos comenzaron a establecer distancia con él, temerosos de que se los fuera a almorzar en uno de sus desplantes, de que en algún momento traicionara su propia naturaleza pacífica, herbívora, y le diera por practicar el canibalismo. Nada le importó. Se había empecinado en que ése sería el objetivo primordial de su vida y así prosiguió hasta que un día se sintió convencido de que ya estaba listo para la gran confrontación. Rugió con todas sus fuerzas y los demás animales que lo escucharon huyeron despavoridos, temerosos de ser devorados por esa bestia a la que no alcanzaban a ver, pero les bastaba su intuición para advertir el peligro.

El conejo se paseaba orondo por la selva cuando, por fin, se suscitó el inevitable encuentro con el león. Éste emitió uno de sus habituales rugidos. El conejo se le quedó mirando a los ojos sin temor, su rostro se empezó a deformar hasta que de su hocico salió un estrépito insospechado. Confundido, el felino respondió con un bostezo y se replegó discretamente un par de pasos. ¡Lo había logrado! Había conseguido amedrentar ni más ni menos que al rey de la selva. Ahora podía dar media vuelta e irse. Los demás animales tendrían que aprender desde ese momento a respetarlo.

Antes de irse volvió a rugir, en tanto que el león permaneció en silencio. Arrogante, el conejo se fue acercando para obligarlo a retirarse. Rugió una vez más y el león parecía inhibido, aunque también respondió. El conejo iba imponiéndose hasta que por fin quedaron uno frente al otro. El león entonces tiró un zarpazo y devoró al conejo de un solo bocado.
 
 
Jules Etienne     


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