Regresa la primavera a Vancouver.

viernes, 20 de agosto de 2021

La Venecia de Henry James (segunda parte)

"En el centro de la explanada hay una fuente que parece aún más vieja que la iglesia (...) La cara de las chicas venecianas tiene una asombrosa dulzura..."

Prosiguiendo con el tema iniciado ayer sobre las persistentes alusiones a Venecia en las novelas y relatos de Henry James, procede la inclusión de La princesa Casamassima, uno de sus trabajos menos difundidos, publicado en 1886, el mismo año que Las bostonianas. Al capítulo XXX corresponden los siguientes párrafos:

"Tres semanas más tarde estaba en Venecia, desde donde dirigió una carta a la princesa Casamassima de la que reproduzco los principales pasajes:

Ésta será, probablemente, la última vez que le escriba antes de volver a Londres. Como ya ha estado en este lugar, podrá comprender con facilidad por qué aquí, precisamente aquí, siento deseos de hacerlo. Querida princesa, qué ciudad tan maravillosa, qué inefables impresiones y qué revelación tan exquisita. Tengo una habitación en una pequeña explanada y enfrente de una iglesia antigua que tiene la fachada cubierta de losas de mármol; en las hendiduras de las losas crecen florecillas silvestres cuyo nombre no conozco. En la puerta de la iglesia hay colgada una cortina de cuero vieja y oscura, tan gruesa como un colchón y con botones como si fuera un sofá; y no para de ir de un lado a otro mientras entran y salen de la iglesia mujeres y chicas que llevan la cabeza cubierta con un chal y calzan zuecos de madera. En el centro de la explanada hay una fuente que parece aún más vieja que la iglesia; tiene un aspecto muy primitivo, y creo que quienes la pusieron fueron los primeros pobladores, los que pasaron a Venecia desde el continente, desde Aquilea. Verá que he tragado ya mucha información histórica, y supongo que no se sorprenderá porque no ha vuelto a sorprenderse de nada desde el día en que descubrió que sabía algo de Schopenhauer. Puedo asegurarle que hoy no me acuerdo para nada de ese misógino rancio, porque miro con mucha simpatía a las mujeres y a las chicas que van a la fuente haciendo ruido con los zuecos y con el cántaro de cobre en la cabeza. La cara de las chicas venecianas tiene una asombrosa dulzura, y produce un efecto incomparable cuando su óvalo pálido y triste (todas parecen mal alimentadas) está enmarcado por el chal viejo y descolorido. Tienen un pelo precioso, que no ha conocido las tenacillas, y andan juntas de dos en dos o de tres en tres cogidas del brazo y sin mirar nunca a los ojos -así que no importa que las mire uno-, y llevan vestidos baratos de algodón, con unos pliegues sueltos, que tienen una línea tan bonita como todas las cosas de Italia. El tiempo es espléndido y me aso de calor, pero me gusta; por lo visto estaba hecho para que me espetaran como un pollo, y ahora descubro que he pasado frío oda mi vida, hasta cuando creía que tenía calor. No he visto uno solo de los hermosos patricios que posaban para los grandes pintores, aquellos señores gordos con cabellos de oro y perlas entrelazadas; pero estoy estudiando italiano para hablar con las chicas que trabajan en las fábricas de collares, porque estoy decidido a hacer que una o dos de ellas me miren por fin. Cuando han llenado los cántaros en la fuente, da gusto verlas ponérselos en la cabeza y andar otra vez sobre las lustrosas piedras de Venecia. Me encanta estar en un país donde las mujeres no llevan esos odiosos gorritos británicos. Ni siquiera entre las mujeres de mi clase -perdone la expresión que recuerdo que le molestaba- he visto en mi vida una chica joven que asomara las narices a la puerta sin habérselo puesto antes; y si usted las hubiera tratado tanto como las he tratado yo, sabría la degradación a que conduce una imposición semejante. El suelo de mi cuarto está hecho de ladrillos pequeños, y para refrescar el ambiente en esta temperatura, lo rocían, como ya sabrá usted, con agua. Como sigan rociándolo mucho, dentro de poco tiempo podré nadar; las persianas verdes están bajadas y el sitio resulta una buena piscina. La luz ardiente de la plaza entra por las rendijas. Fumo cigarrillos y en los momentos de descanso me tumbo en un sofá descolorido que hay en un rincón. Cuando estoy allí tengo al alcance las obras de Leopardi y un diccionario de segunda mano. Soy muy feliz, más feliz que en toda mi vida, salvo cuando estuve en Medley y no me preocupo por nada sino por el momento presente. No durará mucho, porque estoy casi sin dinero. Cuando termine la carta saldré a dar una vuelta por ahí, en esta espléndida tarde veneciana; y pasaré la noche en esa maravillosa plaza de San Marcos, que parece un gran salón al aire libre, escuchando música y sintiendo la brisa que se cuela entre esas dos extrañas columnas de la piazzetta que parecen formar un pórtico para ella. Casi no puedo creer que soy yo quien cuenta todas estas cosas tan bonitas; me digo más de doce veces al día que no es Hyacinth Robinson el que lo hace, y tengo que pellizcarme las piernas para saber que no estoy soñando. Pero dentro de poco, cuando vuelva al ejercicio de mi profesión en las dulzuras de Soho, tendré pruebas más que sobradas para convencerme; lo notaré en seguida por la vida y la condena que me esperan."

En 1888 fueron editadas tanto una breve narración titulada en inglés The Liarcomo la novela Los papeles de Aspern. Con esa proclividad que James siempre mantuvo para los contactos epistolares entre sus personajes, en el tercer capítuo del relato El mentirosose puede leer:

"Así que, con este fin, decidió escribirle una carta desde Venecia utilizando un tono amistoso -puesto que no tenía por qué pensar que su amistad había terminado- pidiéndole noticias, narrando sus andanzas, esperando que pudieran verse pronto en Londres y sin decir una sola palabra acerca  del cuadro. Los días fueron transcu- rriendo, pasó el tiempo, y no recibió respuesta alguna."

Tal vez Los papeles de Aspern sea, entre todas sus obras, la que mejor captura la atmósfera de Venecia. Pero eso merece un texto íntegro.

Dos años más tarde, en el cuarto capítulo de La musa trágica, se registra una muy breve alusión veneciana:

"La señora Rooth tenía un viejo pote verde, y oí hablar de su viejo pote verde. Oír hablar de él fue encapricharme del mismo, así es que fui a verlo, en el secreto de la noche. Lo compré, y hace un par de años se me cayó y lo hice añicos. Fue el fin de esa pequeña fase. Sin embargo, como ya habrán notado, no fue el fin de la señora Rooth. La vi posteriormente en Londres, y me la encontré hace uno o dos años en Venecia. Parece ser una gran errabunda."

Maude-evelyn es un relato de fantasmas que apareció en abril de 1900 en las pági- nas de la revista Atlantic Monthly. Al principio del capítulo 2 dice:

"Marmaduke le había escrito, ya que continuaban siendo amigos; y así ella supo que la tía y la prima del joven habían regresado sin él. Marmaduke había prolongado su estancia en Suiza, dirigiéndose después a los lagos italianos y a Venecia; ahora se encontraba en París. La noticia me extrañó un tanto, sabiendo yo como sabía que Marmaduke siempre andaba más bien escaso de dinero y que había podido permitirse ir a Suiza sólo gracias a la generosidad de su tío."

La copa dorada (The Golden Bowl, 1904), en su capítulo VII con el que inicia la se- gunda parte de la novela, propone la siguiente analogía:

"La abominación poco importa, pues eres irremediablemente redondo. Esto en ti es una de esas cosas que se siente, al menos las siento yo, como si se tocasen con la mano. Imagina que hubieras sido formado íntegramente mediante una gran cantidad de pequeños rombos piramidales, como aquella maravillosa parte del Palacio Ducal de Venecia, lo cual es muy bello en un edificio, pero condenadamente desagradable en un hombre con el cual uno se tiene que rozar, principalmente cuando este hombre es un pariente próximo."

Después de esto, sólo quedan pendientes Las Alas de la paloma, publicada en 1902 y adaptada exitosamente al cine en 1997, además de la ya mencionada Los papeles de Aspern, cuya más reciente versión fílmica se exhibió en el festival de Venecia en 2018.

Jules Etienne

Henry James (Estadounidense nacionalizado inglés, 1843-1916).

La ilustración corresponde a Coqueteo (Flirtation, 1894), de Eugene de Blaas.

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