(Fragmento)
Eran los primeros días de octubre, el frío y la neblina se habían apoderado definitivamente del campo sumiéndolo en un letargo gris y pesado. Un frío como cuchillo penetraba por cada rendija de las puertas y ventanas.
- Le ladran a los demonios -opinó Alejandro.
- A los malos espíritus -dijo doña Teresa. Se miró en el gran espejo: parecía un cadáver o un fantasma, vestida toda de negro, con las cuentas del rosario pasando lentamente por sus dedos-. Hay que rezar, Alejandro, hay que ir a la iglesia.
Esther sintió miedo; le desagradaba esa visión de su suegra erguida frente al espejo como una estatua; ese modo silencioso que tenía de aparecer sin hacerse oír hasta el último momento, cuando estaba a un paso de uno, mascullando oraciones inacabables. Dijo que el frío le impedía rezar sentada y empezó a vagar por toda la casa, de cuarto en cuarto, abriendo puertas que no volvía a cerrar. Esther pensó que se estaba volviendo loca. "Así se pone cada año, principalmente en octubre; viene el aniversario de la muerte de papá", le explicó Gabriel.
El reloj dio once campanadas. Esther se llevó a la cara las manos, ya tibias, y se frotó la piel. Encendió la luz, no parecía que fueran las once de la mañana, parecía más bien que de un momento a otro caería la noche.
Sergio Galindo (México, 1926-1993)
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