Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

domingo, 12 de diciembre de 2010

Páginas ajenas: EL LOBO ESTEPARIO, de Hermann Hesse


(Fragmentos sobre el otoño)

Religión, patria, familia, Estado, habían perdido su valor para mí y no me importaban ya nada; la pedantería de la ciencia, de las profesiones, de las artes me daba asco; mis puntos de vista, mi gusto, toda mi manera de pensar con la cual yo en otro tiempo había sabido brillar como hombre de talento y admirado, estaba ahora olvidada y en abandono y era sospechosa a la gente. Aunque en todas mis dolorosas transformaciones hubiera ganado algo invisible e imponderable, caro había tenido que pagarlo, y de una a otra vez mi vida se había vuelto más dura, más difícil, más solitaria y peligrosa. En verdad que no tenía ningún motivo para desear una continuación de este camino, que me llevaba a atmósferas cada vez más enrarecidas, iguales a aquel humo en la canción de otoño de Nietzsche. (Página 70)

Se despidió. Despedida era, otoño era lo que me había dejado el perfume de la rosa de verano tan plena y fragante. (Página 156)

Con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empañadas, miraban a través de la blanda opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años olvidados de la juventud se me representaron; ¡cuánto me gustaban entonces aquellas noches turbias y sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido y embriagado aspiraba el ambiente de soledad y melancolía, correteando hasta medianoche por la naturaleza hostil y sin hojas, embutido en el gabán y bajo lluvia y tormenta, sólo ya aquella época también, pero lleno de profunda complacencia y de versos, que después en mi alcoba escribía a la luz de la vela sentado en el borde de la cama! (Páginas 30 y 31)

... ahora dejaba vivir y crecer a este trozo de mi persona, a este pedazo de mi naturaleza y de mi vida, que sólo llenaba una décima, una milésima parte de ella, libre de todas las otras figuras de mi yo, no turbado por el pensador, no martirizado por el lobo estepario, sin cohibir por el poeta, por el soñador, por el moralista. No; ahora no era yo sino amador, no respiraba ninguna otra ventura ni ninguna otra pena que las del amor. Ya Irmgard me había enseñado a bailar, Ida a besar, y la más hermosa, Emma, fue la primera que en una tarde de otoño, bajo el follaje de los olmos mecidos por el viento, me dio a besar sus pechos morenos y a beber el cáliz del placer.

Muchas cosas viví en el pequeño teatro de Pablo, y ni una milésima parte de ello puede expresarse con palabras. Todas las muchachas que en alguna ocasión había amado, fueron ahora mías; cada una me dio lo que sólo ella podía dar; a cada una le di lo que sólo ella podía tomar de mí. (Página 189)

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