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martes, 28 de noviembre de 2017

Eclipse: LA EMPLAZADA, de Ricardo Palma

"... hicieron que a la condesa le clavara el pícaro de Cupido un acerado dardo en mitad del corazón."

(Fragmento de Crónica de la época del virrey arzobispo)
 
I

Había entre ellos un robusto y agraciado mulato, de veinticuatro años, a quien el difunto conde había sacado de pila y, en su calidad de ahijado, tratado siempre con especial cariño y distinción. A la edad de trece años, Pantaleón, que tal era su nombre, fue traído a Lima por el padrino, quien lo dedicó a aprender el empirismo rutinero que en esos tiempos se llamaba ciencia médica, y de que tan cabal idea nos ha legado el Quevedo limeño Juan de Caviedes en su graciosísimo Diente del Parnaso. Quizá Pantaleón, pues fue contemporáneo de Caviedes, es uno de los tipos que campean en el libro de nuestro original y cáustico poeta.
 
Cuando el conde consideró que su ahijado sabía ya lo suficiente para enmendarle una receta al mismo Hipócrates, lo volvió a la hacienda con el empleo de médico y boticario, asignándole cuarto fuera del galpón habitado por los demás esclavos, autorizándolo para vestir decentemente y a la moda, y permitiéndole que ocupara asiento en la mesa donde comían el mayordomo o administrador, gallego burdo como un alcornoque, el primer caporal, que era otro ídem fundido en el mismo molde, y el capellán, rechoncho fraile mercedario y con más cerviguillo que un berrendo de Bujama. Éstos, aunque no sin murmurar por bajo, tuvieron que aceptar por comensal al flamante dotor; y en breve, ya fuese por la utilidad de servicios que éste les prestara librándolos en más de un atracón, o porque se les hizo simpático por la agudeza de su ingenio y distinción de modales, ello es que el capellán, mayordomo y caporal no podían pasar sin la sociedad del esclavo, a quien trataban como a íntimo amigo y de igual a igual.
 
Por entonces llegó mi señora la condesa a establecerse en la hacienda, y aparte del capellán y los dos gallegos, que eran los empleados más caracterizados del fundo, admitió en su tertulia nocturna al esclavo, que para ella, aparte el título de ahijado y protegido de su difunto, tenía la recomendación de ser el D. Preciso para aplicar un sedativo contra la jaqueca, o administrar una pócima en cualquiera de los achaques a que es tan propensa nuestra flaca naturaleza.
 
Pero Pantaleón, no sólo gozaba del prestigio que da la ciencia, sino que su cortesanía, su juventud y su vigorosa belleza física formaban contraste con la vulgaridad y aspecto del mercedario y los gallegos. Verónica era mujer, y con eso está dicho que su imaginación debía dar mayores proporciones al contraste. El ocio y aislamiento de vida en una hacienda, los nervios siempre impresionables en las hijas de Eva, la confianza que para calmarlos se tiene en el agua de melisa, sobre todo si el médico que la propina es joven, buen mozo e inteligente, la frecuencia e intimidad del trato y... ¡qué sé yo!..., hicieron que a la condesa le clavara el pícaro de Cupido un acerado dardo en mitad del corazón. Y como cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo, y en levas de amor no hay tallas, sucedió... lo que ustedes sin ser brujos ya habrán adivinado. Con razón dice una copla:
 
«Pocos eclipses el sol
y mil la luna padece;
que son al desliz más prontas
que los hombres las mujeres».
 
 
Ricardo Palma (Perú, 1833-1919).

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