Allí donde se hallaba el ángulo medio del parabrisas y arrancaba el listón central del mismo, posada sobre el salpicadero había una pequeña Virgen de Guadalupe de metal, pintada de vivos colores. Los rayos eran dorados, la túnica, azul, y estaba de pie sobre una luna nueva que sostenían unos querubines. La Virgen era el lazo de Juan Chicoy con la eternidad. Tenía poco que ver con la religión en tanto que Iglesia y dogma, pero mucho que ver con la misma como memoria y sentimiento. Aquella Virgen morena era su madre, y también la casa en penumbra en la que, hablando un español con algo de acento irlandés, su madre lo había criado. Pues ella había convertido a la Virgen de Guadalupe en su propia diosa particular. Se había deshecho de san Patricio, santa Brígida y las diez mil vírgenes pálidas del norte, para recibir en su seno a la Virgen morena con sangre en las venas y una relación estrecha con el pueblo.
La madre de Juan Chicoy admiraba a su Virgen, cuyo día se celebra con una explosión de fuegos artificiales, cosa en la que, por supuesto, su padre mexicano no veía nada de particular. Los cohetes eran la manera natural de festejar los días de los santos. ¿Quién podía pensar otra cosa? El tubo que ascendía silbando era obviamente el alma en su ascenso al Cielo, y la gran explosión luminosa en lo alto era su entrada dramática al salón del trono del mismo. Juan Chicoy, aunque no era creyente en el sentido habitual del término, ahora que tenía cincuenta años no se habría sentido tranquilo conduciendo el autobús sin la compañía y la protección de la Guadalupana. Era una religión práctica la suya.
John Steinbeck (Estados Unidos, 1902-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1962.
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