Regresa la primavera a Vancouver.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Decir Adiós es morir un poco (páginas 163 y 164)


Para comprobar si te siguen, cambias tu rutina y caminas hasta Bellas Artes. Nadie vigila tus pasos. En la explanada unos turistas toman las consabidas fotos para exportación, cuando un chamaco menos que adolescente hurta un bolso y trata de huir. En su carrera tropieza con el pie de un hombre que le ha puesto una zancadilla. La vendedora de chicles, que observa lo acontecido, lo reduce a un epifonema:

- ¡Ojete! Qué le costaba dejarlo que se pelara. Esos güeyes son gringos, lo que les sobra es la lana.

En efecto, es como si el honor patrio estuviera en juego una vez más. Otra deshonra, una raya más al tigre. Pero permitir que se escapara sería seguir hundiéndonos en este círculo vicioso. Si Rosa Ríos y todos los poderosos que disponen a sus anchas del presupuesto siguen gozando de su libertad, ¿por qué un jodido no les puede robar unos cuantos dólares a esos gringos? Recuperar una infinitésima parte de lo que ellos nos despojaron. Vamos a ser corruptos todos, pero parejo. Deshonestos por antonomasia. Lo que no se vale, como dice la chiclera, es ser ojetes con unos y tolerantes con otros. Si esto va a ser una jungla, sin ley y sin respeto, más te valdría irte preparando para ser caníbal. La realidad es una sobredosis de crueldad.

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