Regresa la primavera a Vancouver.

martes, 14 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (páginas 85 y 86)


Esa noche, extenuados por el esfuerzo que demandaban sus rituales amorosos, se habrían dormido uno junto al otro, abrazados los cuerpos y entrelazados sus deseos, para que al despertar Lupe, en plena madrugada, pudiera ver a Cooper acostado a su lado. Entonces debió exclamar: "Supongo que eres parte de este sueño." Tal vez hubiera sido así, pero a la mañana siguiente, de regreso a la realidad cotidiana, Cooper roncaba con la boca abierta en el sofá de la sala y Lupe, arrodillada, vigilaba su sueño sin despegar la vista de su rostro.

- ¿No es hermoso? -dijo en voz alta mientras lo contemplaba.

Su voz lo despertó, alcanzó a escuchar lo que ella había dicho y se rió. Al advertirlo, estalló en un reclamo:

- ¡Te estás riendo del amor de Lupe!

Antes de que él lograra articular alguna respuesta, pasaron del jaloneo verbal al físico. Cooper tuvo que someterla sujetándola por las muñecas hasta que se tranquilizó. Ambos terminaron exhaustos.

A mi paso por el cine conocí a muchos hombres con la fama de ser los más guapos. Me di el gusto de acostarme con algunos de ellos: Douglas Fairbanks, Clark Gable, Errol Flynn, John Gilbert... Bueno, hasta me casé con Tarzán. ¿Cuántas mujeres podrán presumir algo así? Pero nunca vi a nadie más hermoso que Gary.

Esa era la pauta invariable de sus ciclos pasionales, que oscilaban entre la intensidad romántica y la violencia de las disputas para terminar reincidiendo, una y otra vez, en las reconciliaciones, mismas que aún no alcanzaban a cicatrizar cuando ya había surgido un nuevo motivo de disgusto. Es bien sabido que la piel de los que aman es, en esencia, inflamable. El caos amoroso es el arancel que debe pagar el ser humano por el privilegio de vivir una relación apasionada. Casi todos, excepto los avaros y los calculadores, han experimentado una, ardiente e irrepetible, a lo largo de sus vidas. Es cuando hasta los más desafortunados, los feos, aquellos que carecen de gracia, se vuelven hermosos ante los ojos del amante. Rostros vulgares que dejan de serlo para adquirir la belleza que les confiere el otro cuando los mira. Y es, precisa y paradójicamente, en la otredad, cuando surgen las expresiones humanas más egoístas, como los celos, la necedad de borrar todo vestigio de un pasado sin ellos, el afán de adueñarse por completo del objeto de sus devaneos, de su cuerpo, sus pensamientos, su tiempo, todo. Se renuncia a la libertad individual para entregarse al otro en un supremo acto de agoísmo: poseerlo como recompensa por ser poseído.

Jules Etienne

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