El mercader de Venecia: acto IV, escena primera.
Una vez un amigo me escribió desde mi país y me describía una nueva escenificación de El mercader de Venecia. Por la tarde leí la carta una y otra vez, la obra fue adquiriendo vida para mí y me parecía que llenaba la casa, así que llamé a Farah para hablar con él y explicarle el argumento de la comedia.
A Farah, como a todas las personas de sangre africana, le gustaba escuchar un cuento, pero sólo cuando estaba seguro de que él y yo estábamos solos en la casa consentía en escucharlo. Yo narraba y él escuchaba, cuando los sirvientes habían vuelto a sus cabañas y cualquiera que anduviera por la granja, mirando por las ventanas, hubiera creído que estábamos discutiendo asuntos domésticos, Farah inmóvil de pie, al otro lado de la mesa, con sus graves ojos en mi rostro.
Farah siguió atentamente los asuntos de Antonio, Bassanio y Shylock. Era un asunto grande y complicado, de algún modo al margen de la ley, algo muy real para un somalí. Me hizo una o dos preguntas sobre la cláusula de la libra de carne; estaba claro que le parecía un trato excéntrico, pero no imposible; los hombres podían dedicarse a ese tipo de cosas. Y aquí la historia comenzaba a oler a sangre, su interés creció. Cuando Portia apareció en escena aguzó los oídos; me imagino que la veía como a una mujer de su propia tribu, Fátima, con todas las velas desplegadas, hábil e insinuante, más lista que cualquier hombre. Las gentes de color no toman partido en un cuento, el interés para ellos reside en lo ingenioso de la trama; y los somalíes, que en la vida real tienen un sólido sentido de los valores y un don de indignación moral, se olvidan de eso en las ficciones. Las simpatías de Farah estaban con Shylock, que prestaba el dinero; le repugnaba su derrota.
- ¿Cómo? -dijo-. ¿Por qué renunció el judío a su exigencia? No debía haberlo hecho. Le debían la carne, era muy poca para tanto dinero.
- ¿Pero qué otra cosa podía hacer -le pregunté- cuando no podía derramar ni una sola gota de sangre?
- Memsahib -dijo Farah-, podía haber usado un cuchillo al rojo vivo. Así no sale sangre.
- Pero -le dije- no le permitían tomar más que una libra, ni más ni menos.
- Y qué -dijo Farah-, ¿se asustaría por eso precisamente un judío? Podía haber ido cogiendo pedacitos cada vez, con una balanza pequeña en la mano para ir pesando, hasta que tuviera justamente una libra. ¿Es que el judío no tenía amigos que le aconsejaran?
Todos los somalíes tienen en su talante algo extraordinariamente dramático. Farah, con un ligero cambio en el aire y en la actitud, había tornado un aspecto peligroso, como si de verdad estuviera en el Tribunal de Venecia, dando ánimos a su amigo o socio Shylock frente a la muchedumbre de amigos de Antonio y al mismísimo Dux de Venecia. Sus ojos inquietos miraban de arriba abajo al Mercader que estaba delante de él, con su pecho desnudo ofreciéndose al cuchillo.
- Mira, Memsahib -dijo-, podía haber cogido pedazos pequeños, muy pequeños. Podía haberle hecho sufrir mucho bastante antes de coger la libra de su carne.
Dije:
- Sí, pero en el cuento el judío renuncia.
- Sí, pero fue una gran lástima -dijo Farah.
Isak Dinesen: Karen Blixen (Dinamarca, 1885-1962)
La ilustración corresponde a la Escena del juicio, óleo de Richard Smirke.
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