"... contemplaban la película de la que Ernesto no saldrá jamás."
A Edmundo Valadés en los cincuenta años de El Cuento
La mano de Claudia se cerró con mayor fuerza en su mano. Un vago horror remplazó la sorna con que Ernesto miraba la película. En la pantalla observada por miles de personas como ellos apareció un corredor sombrío. El rostro del que representa la víctima adquiere un aspecto de terror verdadero. Pero qué absurdo compartir en 1961 la sugestión de un público idiota al que espantan los trucos de una película filmada en los años treinta. Ernesto debió haberla visto de niño porque en ella todo le parecía familiar.
Ni siquiera está bien hecha, dijo en su interior. La actuación ya resulta muy anticuada. En el fondo es involuntariamente cómica. No me explico por qué no se ríe el público. Pero la mano de Claudia llenaba de sudor la palma de la mano de Ernesto, mientras en un campanario de utilería, en un estudio de filmación destruido años después por las bombas aliadas, suenan las doce de la noche en un reloj que ya no existe. Y sobre las rayas y veladuras de la copia maltrecha el vampiro avanza con un candelabro en la mano y el viento hace girar las cortinas de gasa. Viento muerto, viento falso, viento que no se alzó nunca: es una ficción más soplada por inmensos ventiladores eléctricos en un lugar de Europa que ha desaparecido. Hoy asienta multifamiliares o fábricas o grandes tiraderos de basura y escombros.
En ese mundo de celuloide próximo a deshacerse por la acción corrosiva de los nitratos la ventana se abre, vuela un falso murciélago que sostiene un hilo finísimo y, por obra del montaje, se transforma en vampiro. Es decir, en un hombre pálido o verdoso -el blanco y negro de la película no autoriza esa precisión- envuelto en una capa, sonriente y cruel con sus colmillos curvos y agudos. El vampiro camina hacia su víctima. El intérprete se vuelve hacia la cámara. Lo observan el director, el camarógrafo, la script-girl, todo el equipo. Al terminar la toma brindarán con el vampiro y hablarán de cómo Hitler se ha afianzado en el poder y prepara la venganza contra las naciones que humillaron a Alemania en 1918.
El vampiro murió (Holanda, la Luftwaffe). Los jóvenes del staff murieron en el invierno infernal de Stalingrado. Hoy el director hace películas azucaradas en que siempre se bailan valses vieneses. Todo normal. La muerte llega, la vida continúa, las guerras y los crímenes se olvidan. En 1961 el terror no brota de los castillos en los Cárpatos sino de los depósitos en los que almacenan bombas de hidrógeno.
Ernesto reflexionaba en todo esto. Pero en la otra realidad de la pantalla el rostro de la víctima llena el cuadro y observa, ya desprovisto de cualquier defensa, las caras del público remoto, impensable en el momento en que se filmaron esas secuencias. Y el close-up permanece hasta que el vampiro se acerca y clava sus colmillos en el cuello del último descendiente de quien en el siglo XVI violó su tumba, intentó clavarle una estaca en el pecho y derramó su sangre inmortal.
Ernesto la tomó del brazo cuando salieron del cine:
- ¿Te gustó?
- No, estas cosas me aterran.
- Claudia, por favor, ya estás grandecita.
- Perdóname. Comprendo que es una tontería.
- Me encantan las películas de terror... Son muy chistosas.
- A mí no. Luego no puedo dormir.
- ¿Dónde quieres cenar?
- En ningún lado. Ya se me hizo tarde.
- Son apenas las once.
- No quiero que mis padres se preocupen.
- Bueno, te iré a dejar. No quiero causarte problemas.
Veinte minutos después Ernesto detuvo el coche frente a la casa de Claudia.
- Pasa. Podemos tomar algo.
- No, mejor nos vemos mañana. Te llamo temprano.
- Como quieras. ¿Estás enojado?
- ¿Por qué voy a estarlo?
Ernesto la besó ligeramente en los labios; esperó a que entrara y siguió por avenida Revolución. Al llegar a San Ángel dio vuelta a la derecha y continuó por las calles empedradas. Bajó para abrir con su llave la puerta del garaje. Le pareció más ingrato que nunca vivir solo en lo que había sido la finca de sus bisabuelos, una casa de campo llena de corredores, edificada en 1890, cuando San Ángel era un lugar de fin de semana para los ricos de la capital.
La sirvienta se iba a las siete. A Ernesto le hubiera gustado escuchar otro rumor que no fuese el susurro del viento en los árboles y el murmullo del río agonizante al que pronto iban a sepultar en tubos de concreto. "Es", se dijo, "una noche ideal para la aparición de los vampiros. Por fortuna los vampiros no existen más que en los cuentos y en las películas."
Guardó el automóvil. Atravesó el jardín. Sintió caer una gota. Comenzaba la lluvia. Se levantaba el viento helado del Ajusco. Ernesto entró en su cuarto y se cambió de ropa. Tenía hambre. Estaba a punto de ir a la cocina cuando se apagó la luz.
"Pasa lo mismo siempre que llueve", murmuró. Encendió las cinco bujías de un candelabro y avanzó hacia la cocina. En ese instante se dio cuenta de que el corredor era idéntico al de la película. No, idéntico no: era el mismo corredor de la película.
La piel de Ernesto se erizó. Estaba en el corredor que había pisado siempre desde niño y también en el corredor en los Cárpatos que daba a habitaciones encortinadas de gasa. Se detuvo. Escuchó el aleteo de un murciélago. Cuando Ernesto se volvió, el murciélago era ya el vampiro, el muerto vivo enterrado en el siglo XVI y ahora mismo en 1961 y en el presente perpetuo que es el único tiempo conjugable en el cine.
Ernesto arrojó el candelabro. Se apresuró a abrir la puerta de la cocina. Entró en ella y descubrió a dos mil o tres mil espectadores que contemplaban la película de la que Ernesto no saldrá jamás. Porque el vampiro ya clava en él sus colmillos y la mano de Claudia se aferraba a la mano de un Ernesto ficticio. El verdadero Ernesto, ya agonizante, puede mirarlo desde el otro lado de la pantalla, mientras el vampiro le envenena la sangre y lo va hundiendo para siempre en la noche.
José Emilio Pacheco (México, 1939)
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