Miró su rostro en el espejo por última vez, un testigo de plata exacto, sin prejuicios, cuyo reflejo le devolvía las lágrimas que ahora se llevaban los que alguna vez fueron sus sueños. No la vería envejecer. Era rubia y decían que tenía una sonrisa espléndida. Nada la entusiasmó tanto como las únicas dos cosas que realmente le importaron: la poesía y su amor por Ted. Estaba escribiendo mejor que nunca, repetían como un eco las voces de quienes leían sus poemas, pero él la dejó por otra mujer abriendo un hueco en su alma que ni siquiera el espejo, el ojo de ese pequeño dios de cuatro esquinas, podía percibir. Por eso, y sin que Frieda y Nicholas -el pequeño Nick recién había cumplido un año-, que dormían en la recámara, tuviesen la oportunidad de obsequiarle el aliento que necesitaba para seguir viviendo. Abrió el horno y dejó fluir el gas, hundió primero la cabeza y luego su vida entera en el mar vaporoso en que se ahogaba. A la mañana siguiente, su rostro no reemplazó a la oscuridad en la superficie del espejo.
Sylvia Plath se suicidó el 11 de febrero de 1963. Hoy se cumplen cincuenta años.
Jules Etienne
La ilustración corresponde a la tumba de Sylvia Plath en Heptonstall, Yorkshire.
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