"... demasiadas rubias oxigenadas y opulentas en el mejor estilo Marilyn Monroe..."
(Fragmento)
Entonces
el disc-jockey cambió la voz de la Makeeba por la de Doris Day y descubrí
que, como buen cabaret, Les Femmes tenía un escenario sobre el que se posaron -tienen
que haberse posado- siete versiones perfectas -y hasta mejoradas- de Doris Day,
que cantaban con la grabación para un público arrobado y respetuoso, en el que empecé
a ver hombres y mujeres de cuya filiación dudé todo el tiempo: demasiadas
rubias oxigenadas y opulentas en el mejor estilo Marilyn Monroe, trigueñas
salidas del cine italiano de posguerra, negras de manos grandes, acromegálicas
de labios metálicos como robots de cómics que regalaban besos a sus compañeros
de mesa con la cadencia y la intensidad de la balada dorisdayana.
Seguía
anonadado cuando el Recio me invitó a ir al baño, mostrándome el sobre que le
entregó el taxista. Él sabía que yo no iría, y por eso no insistió, pero el
Otro Muchacho sí fue con él… No es que yo fuera un puritano. Al contrario, debo
de haber sido bastante atrevido en mi vida, lo he probado todo, pero siempre me
ha resultado más útil mi lucidez natural, que aquel día, por cierto, estaba
como de fiesta, advertida, expectante, queriendo deglutir cuanto llegaba a mis
ojos. Y gracias a esa lucidez comprendí que había penetrado en un gigantesco happening
de trasmutación, transformismo y máscaras, menos famoso pero más intenso y
real que un carnaval veneciano. Haber pensado en crisálidas y haber sentido el roce
de un insecto gigantesco me dio la clave de lo que estaba viviendo, viendo: una
fiesta de insectos. Recuerdo que pensé, entre aquellos travestis adelantados,
pioneros esforzados del movimiento, que el hombre puede crear, pintar, inventar
o recrear colores y formas de los que dispone desde su exterior, y llevarlos a
la tela, que está más allá de su cuerpo, pero que es incapaz e impotente para
modificar su propio organismo. Sólo el travesti llega a transformarlo
radicalmente y, como la mariposa, puede pintarse a sí mismo, hacer de su cuerpo
el soporte de su obra máxima, convertir sus emanaciones sexuales en color, a
través de los aturdidores arabescos y los tintes incandescentes de un ornamento
físico.
Es una autoplástica esencial, aunque esas obras, infinitamente
repetidas -siete Doris Day, cuatro Marilyn Monroe, tres Ana Magnani en veinte
metros cuadrados- no puedan evitar, en el mejor de los casos, una fría y
nostálgica perfección. Lo más inquietante fue comprender que todo eso era la consumación
del teatro consciente que se ha soñado desde los días de Pericles: la máscara
hecha personaje, el personaje tallado sobre el físico y el alma del actor, la
vida como representación visceral de lo soñado. Aquello
era como una iluminación que hubiera estado esperándome desde siempre,
agazapada en ese sucio rincón de París, y en unos minutos ya tuve planeada y
montada en mi mente la solución que andaba buscando para mi versión de Electra
Garrigó… Lo que jamás pude imaginar fue que aquella idea genial iba a ser
el principio de mi último acto como director teatral. El fin como principio sin
medios…
Entonces,
cuando fui a contarle al Recio aquella revelación, descubrí que él y el Otro
Muchacho habían desaparecido, no sé con cuál de aquellos insectos pervertidos.
Lo más simpático fue que al día siguiente me acusaron a mí de haberme evaporado
del brazo de una Sara Montiel. De todas formas le conté al Recio lo que había sentido
allí, y el muy ingrato ni siquiera me dio crédito en su libro sobre los travestis,
y todavía creo que soy capaz de poner entre comillas los párrafos que le dicté
en aquella conversación… Y por cierto, como no tenía dinero suficiente, tuve
que regresar a la casa caminando, pues jamás me hubiera ido con una Sara
Montiel, porque la verdad, nunca he soportado a la Saritísima.
Leonardo Padura (Cuba, 1955).
La ilustración corresponde a una cuidadosa personificación -aunque con pecas en los brazos- de Marilyn Monroe.
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