"Su madre se había instalado junto a su lecho. La pena le había partido el corazón..."
(Fragmento inicial del primer capítulo)
Una
pobre muchachita del Ejército de Salvación agonizaba enferma de tuberculosis,
de esas rápidas y brutales que no se resisten más de un año.
Mientras
pudo, había continuado sus guardias y cumplido sus deberes; pero cuando le faltaron
las fuerzas, fue enviada a un sanatorio. Allí había sido cuidada durante
algunos meses, sin experimentar mejoría alguna; y comprendiendo que estaba
perdida, volvió al lado de su madre, que vivía en una casita propia en una
calle de las afueras. Allí, postrada en cama, en una alcoba mísera, en la que
había pasado su infancia y su juventud, esperaba la muerte.
Su
madre se había instalado junto a su lecho. La pena le había partido el corazón,
pero estaba tan absorta en sus cuidados de enfermera, que apenas le quedaba
tiempo para llorar. Una salutista que, como la enferma, pertenecía a la clase
de las visitadoras se hallaba al pie del lecho y vertía silenciosas lágrimas.
Sus miradas se detenían con la mayor devoción sobre el rostro de la moribunda,
y, cuando las obscurecían las lágrimas, se secaba los ojos con un rápido gesto.
Sobre una sillita baja muy incómoda, que la enferma había tenido siempre en
gran estima y que la había llevado consigo en todas sus mudanzas, yacía sentada
una mujer recia, con la S de las salutistas bordada en el cuello de su corpiño.
Le habían ofrecido un lugar más cómodo, pero ella deseaba continuar en aquel
sitio, poco confortable, como si quisiera con ello, en cierto modo, honrar a la
moribunda.
Aquel
día no se parecía a los demás. Era el de San Silvestre. Estaba el cielo pesado
y plomizo. En las casas se notaba el frío y el mal tiempo; pero, afuera, el
aire era asombrosamente tibio y dulce. El cielo permanecía negro, sin nieve.
Algunos copos desperdigados caían lentamente, fundiéndose en cuanto tocaban la
tierra. Era inminente una gran nevazón; pero aún no se producía. Se hubiera
dicho que el viento y la nieve juzgaban inútil comenzar ya nada el último día
del año, y se reservaban para el nuevo, tan próximo ya.
El
mismo influjo parecía dominar a los hombres. No tomaban decisión alguna. Las
calles no estaban animadas; no se trabajaba en las casas. Frente a la morada de
la agonizante, se extendía un terreno en el que se había comenzado a echar los
cimientos para una edificación. Algunos obreros se habían presentado por la
mañana, habían alzado sus gruesos martillos, cantando, como de costumbre;
después los habían dejado caer; pero no continuaron haciéndolo mucho tiempo, y
pronto el solar quedó desierto con sus piedras.
Habían
pasado algunas mujeres, cesta al brazo, dirigiéndose al mercado, pero esto sólo
había durado unos instantes. Se había recogido a los chiquillos que jugaban en
la calle, pues era preciso vestirlos para aquella tarde de fiesta, y luego no
volvieron ya a salir. Los caballos arrastraban carros vacíos y se sumían en las
lejanías del arrabal a disfrutar de un reposo de veinticuatro horas. La calma
iba extendiéndose más y más, a medida que la hora del mediodía se acercaba.
-
Es bueno para ella morir la víspera de una fiesta -dijo la madre-. Muy pronto
no oirá ya nada del exterior que pueda turbar sus momentos finales.
Selma Lagerlöf (Suecia, 1858-1940). Obtuvo el premio Nobel en 1909.
La ilustración corresponde a un fotograma de la película silente El carretero de la muerte (Körkarlen), adaptación de la novela dirigida por Victor Sjöström en 1921.