Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (página 172)


Era el primer viernes del otoño de 1933, antes de dirigirse a su casa Weissmuller pasó a despedirse de Jackie y lo encontró solitario en uno de los foros. Aguardó a que regresara alguna de las personas responsables hasta que se fastidió y decidió llevárselo para hacerse cargo de él. Lo subió a su convertible y a lo largo del trayecto los demás automovilistas saltaban entre la sorpresa y el asombro al toparse con un imponente rey de la selva que paseaba como cualquier otra mascota por las calles de Los Ángeles.

Al poco rato, Lupe llegó a la casa de Weissmuller y cuando abrió la puerta, el león se adelantó para recibirla. Con esa familiaridad con la que siempre trató a los animales, le acarició la melena:

- ¡Hola amigo! ¿Cómo estás? ¿Qué andas haciendo por aquí?

Jackie rugió un saludo y Lupe, sin inmutarse, empezó a hablar con la rapidez que acostumbraba:

- Johnny, yo creo quebya es tiempo de casarnos. Pero no voy a querer ningún león en mi casa, ¿me entiendes?

Weissmuller no necesitó una traducción de lo que le acababa de decir en español. No tuvieron que transcurrir más de dos semanas para que ambos viajaran a Las Vegas, donde ya desde entonces resultaba más fácil casarse.

Siempre he tenido miedo del matrimonio. Me parece que es como poner barrotes de hierro alrededor de uno. La gente casada que yo conozco no es feliz. En este mundo se dice que una mujer debe casarse. He vivido todas las experiencias con excepción del matrimonio. Siempre he temido ligarme a alguien. No puedo porque no me gusta fingir. No tolero que nadie me diga lo que debo de hacer o lo que no. Pero la gente piensa que no soy respetable porque no me caso. Y sé que esa es la costumbre.


(La ilustración es una fotografía del auténtico Jackie, el león de
la Metro Goldwyn Mayer, que acompañaba a Weissmuller en
sus películas; aquí aparece junto con su entrenador Mel Koontz).


lunes, 27 de septiembre de 2010

¿Coincidencia o plagio?


Hace unos días Antonio, un lector de este blog, inquirió sobre la similitud entre el título de un poema de Luis Cernuda que incluí la semana pasada y una canción de Joaquín Sabina que figura en su álbum 19 días y 500 noches. El primero es Donde habite el olvido y la otra Donde habita el olvido, la diferencia por la conjugación es mínima. La letra de la canción, sin embargo, no hace referencia alguna al poema. La pregunta sería: ¿hasta qué grado es legítimo utilizar una expresión tan similar -sin que sea la misma- y en qué momento se convierte en un plagio? Para todos aquellos que escribimos resulta un riesgo inevitable concebir una frase que consideramos ingeniosa y después resulta que ya alguien se nos había adelantado. Cuando ese alguien es famoso, más temprano que tarde acabaremos por enterarnos, pero cuando no lo es tanto uno quedará expuesto, sin misericordia, a ser acusado de robarse las ideas ajenas.

Son de sobra conocidos algunos casos como el de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, quien fuera acusado por el escritor griego Kostas Sokrátus, de haberse basado en su novela Los excomulgados, a lo que aquél respondió: "Cada vez que un libro tiene éxito, siempre aparece alguien que dice que él tuvo la idea primero". Otro antecedente célebre fue El perfume, de Patrick Suskind, que obtuvo un sorpresivo éxito internacional y de la que se decía que, cuando el autor trabajaba como lector en una editorial suiza tuvo oportunidad de leer Lo fétido y lo fragante, de Alain Corbin, obra de la que, por cierto, aconsejó que no fuese publicada. También sobre Dan Brown y El código da Vinci, pesa una demanda legal por parte de los autores de La sagrada sangre y el cáliz sagrado, publicada en 1983. En España se conoce el reclamo de Alexis de Vilar, quien asegura que Woody Allen se habría robado varios aspectos de su novela Goodbye Barcelona para escribir el guión de la película Vicky, Cristina, Barcelona.

Todavía más famosa es la acusación en contra de Camilo José Cela, premio Nobel de literatura en 1989, por parte de María del Carmen Formoso, autora de la novela Carmen, Carmela, Carmiña (Fluorescencia), quien asegura que La cruz de San Andrés toma las ideas de su obra. Lo que ha hecho a este caso más interesante que otros a los que ya me he referido, es que una juez de Barcelona haya resuelto -diez años después de presentada la querella-, que sí existen indicios racionales para considerar que se cometió un delito contra la propiedad intelectual. El asunto implicaría la complicidad de los organizadores del premio Planeta de novela en 1994, ya que Formoso presentó su manuscrito para concursar el 2 de mayo, en tanto que Cela hasta el 30 de junio, último día del plazo. Como es sabido, la novela de éste resultó premiada. Un experto en literatura de la Universidad de Barcelona a quien se le solicitó el informe pericial, concluyó en que se trataba de una "transformación, al menos parcial, de la obra original." Partiendo de lo que dijera Juan Marsé, quien aseguraba que en los últimos años Cela acostumbraba a autoplagiarse, una cosa es reciclar las ideas propias y otra, muy diferente, aprovechar las de otros.

Todo lo anterior me remite a Gabriel García Márquez, cuando algunos críticos señalaron, hace ya muchos años, que El Otoño del Patriarca parecía inspirada en El señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, también premio Nobel, García Márquez aclaró que a él no le preocupaba gran cosa, puesto que en su momento al propio Asturias también lo habían acusado de plagiar Tirano Banderas, de Ramón del Valle Inclán. Si fuéramos muy rigurosos, a partir del teatro griego y después de las obras de Shakespeare, todo sería plagio.

El tema, sin duda, da para más. De manera que pienso retomarlo en un futuro.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (página 199)


- Acepto. Te amo -enfatizó Weissmuller respondiendo a la tradicional pregunta de aceptar a Lupe como su esposa, concediéndole al verbo amar una fuerza de la que carece en inglés. Tenía razón Marlene Dietrich cuando aseveraba que no es un idioma adecuado para las declaraciones amorosas. Sobre todo por la impunidad con que los angloparlantes emplean la palabra love como sinónimo de gusto, deseo o simpatía. Por eso pueden asegurar que aman comidas, bebidas y prendas de vestir o formas de ser, además de a las personas, con lo que han desgastado el verbo al grado de que no causa ningún impacto en quien lo escucha. En cambio, las lenguas romances, las que provienen del latín, ya llevan implícita en esa denominación su propio instinto: la suavidad del portugués, la musicalidad del italiano, la pasión del español o la capacidad seductora del francés, los erige en los idiomas del amor, los mejores para expresar a plenitud los sentimientos humanos.

La ilustración es una fotografía de Lupe Vélez con Johnny Weissmuller.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Páginas ajenas: DONDE HABITE EL OLVIDO..., de Luis Cernuda



Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia áerea mientras crece el tormento.

Allí donde termine ese afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

Decir Adiós es morir un poco (página 62)


 
Los andenes del ferrocarril son nostálgicos por sí mismos. A eso se debe que el cine los haya preferido para las despedidas. Diana te mira por la ventanilla y, tal vez por el reflejo de las luces en el cristal, parecería que sus ojos brillan. Deseas que nada le pase.
 
 
Jules Etienne

lunes, 20 de septiembre de 2010

Le Clézio: EL BUSCADOR DE ORO


Mi primer contacto con el estilo literario de Le Clézio, estuvo precedido por su definición por parte de la Academia Sueca al otorgarle el premio Nobel: "El escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante", y reconocerle su capacidad de restituir el poder de las palabras "para invocar una realidad esencial".

Sería muy obvio, casi innecesario, subrayar el aliento poético en su descripciones: "Está también la voz de Mam. Es todo lo que ahora sé de ella, todo lo que de ella conservo. Tiré todas las fotos amarillentas, los retratos, las cartas, los libros que leía, para no turbar su voz. Quiero escucharla siempre, como aquellos a quienes se ama y cuyo rostro ya no se conoce, su voz, la dulzura de su voz que lo contiene todo, la calidez de sus manos, el olor de sus cabellos, su vestido, la luz, al caer la tarde..." (Página 25)

Se comprende que el creador de un párrafo como el anterior haya manifestado su intención de trascender el mero poder de la palabra per se: "Quisiera ir más allá del lenguaje, dejarme llevar por una poesía en estado puro, una poesía creada por gestos y por los ritmos de la danza; es decir, por el ser en ebullición."

La novela da principio como la historia de dos niños que viven en Boucan, en las islas Mauricio -igual que el propio autor-, en un estado de gracia de pleno contacto con la naturaleza, sus pies descalzos cuando corren sobre la arena, nadan en el mar, trepan a los árboles, se pierden en el monte, hasta que un huracán arrasa con el paraíso de su infancia y en su paso obligado a la vida urbana tendrán que usar zapatos y vestir como los demás, extrañarán el mar y los sueños que se quedaron encallados en la isla. Al paso del tiempo, el protagonista decide rescatar entre los viejos papeles de su padre, lo relativo al tesoro del corsario en la vecina Isla de Rodrigues. Se embarca en una goleta para instalarse en la Ensenada de los Ingleses y desde ahí emprender la búsqueda del oro que da título a la novela. Entonces conocerá a Ouma porque, finalmente, también el amor tendrá su lugar.

"- ¿Es verdad que está buscando oro?
Me asombró, no tanto por la pregunta como por la lengua. Habla un francés casi sin acento.
- ¿Eso le han dicho? Sí, busco oro, es cierto.
- ¿Ha encontrado?
Me río.
- No, no he encontrado todavía.
- ¿Y realmente cree que por aquí hay oro?
Su pregunta me divierte:
- ¿Por qué? ¿usted no lo cree?
Me mira. Su rostro es liso, sin temor, como el de un niño.
- Aquí todo el mundo es muy pobre." (Página 166)

Escritor itinerante, Le Clézio vivió, entre otros países, en México y Panamá. Por el escenario de El Buscador de Oro es de suponerse su carácter autobiográfico, aunque el propio autor aclara su postura al afirmar, "Yo creo que la novela francesa no es, como suele pensarse, autobiográfica sino autoerótica: hay una especie de encierro en el autoerotismo, como si no existiera el otro. La ficción es el camino para escapar al peligro de enamorarse de uno mismo, da lugar al otro, que no es el infierno, como decía Sartre, sino el paraíso."

Si bien la obra se divide en siete partes que saltan arbitrariamente en el discurrir de la trama, como de Rodrigues, Ensenada de los Ingleses, 1911 a Ypres, invierno de 1915 - Somme, otoño de 1916, el relato narrado en primera persona y tiempo presente, fluye lineal, las referencias al pasado son precisas en su forma evocativa: "Todo está ahora tan lejos, ni siquiera estamos seguros de haberlo vivido realmente. La fatiga, el hambre, la fiebre ha enturbiado nuestra memoria, han desgastado la señal de nuestro recuerdo. ¿Por qué estamos hoy aquí? Enterrados en estas trincheras, con el rostro ennegrecido por el humo, las ropas harapientas, envarados por el barro seco desde hace meses en ese olor de letrinas y muerte." (Página 216)

La prosa de Le Clézio es nítida, a veces redundante: "Ahora no hablamos ya. Permanecemos acostados el uno contra el otro, estrechándonos muy fuerte para no sentir el frío de la noche. Oímos el mar, y el viento contra las agujas de los filaos, pues no existe nada más en el mundo." (Página 275) Para cerrar con esa misma cadencia que es el atributo principal del relato, "Ahora es de noche, oigo en lo más hondo de mí el vivo ruido del mar que se acerca." (Página 291).

La fotografía que ilustra esta entrada es de la Isla Rodrigues.


viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Acción o descripción? ¿Verbo o adjetivo?



Me encuentro leyendo El Buscador de oro, de Jean-Marie Gustave Le Clézio. Confieso que cuando recibió el premio Nobel, hace un par de años, desconocía su obra. De manera que todo lo que ahora leo es un descubrimiento personal. Cuando concluya la lectura de esta novela me ocuparé de comentarla, pero por lo pronto quisiera dejar establecida una primera observación.

Hace muchos años, formaba parte de un taller literario coordinado por el entrañable Edmundo Valadés. Durante una de nuestras sesiones semanales surgió la discusión. El maestro, quien era gran admirador de Marcel Proust, apreciaba la minuciosidad descriptiva de su prosa. Y en alguna ocasión previa, Rafael Ramírez Heredia nos había dicho que en la literatura actual a la primera frase debe corresponder una acción. Es decir, la estructura clásica de las novelas que iniciaban con adjetivos en su primera línea, habría sido desplazada por la fuerza del verbo.

Hoy me topo, con sorpresa, que Le Clézio emprende la narración en tono descriptivo para desembocar en una extensa introspección: "Por mucho que retroceda en mi memoria, siempre oigo el mar. Mezclado con el viento en las agujas de los filaos, con el viento que no cesa, ni siquiera cuando te alejas de las costas y te adentras por los campos de caña, es el ruido que ha arrullado mi infancia. Lo oigo ahora, en lo más profundo de mí, me lo llevo adondequiera que voy. El ruido lento, incansable, de las olas que rompen a lo lejos en la barrera de coral y que vienen a morir en la arena..."

Traté de hacer un rápido recuento al azar, basado en mi memoria, de las primeras líneas de los autores que acostumbro a leer y me topé, en efecto, con un predominio del verbo. Por ejemplo, nadie tan contundente comoArtemio Cruz cuando dice: "Yo despierto..." para comenzar la novela de Carlos Fuentes. El párrafo inicial de El Amor en los Tiempos del Cólera, de García Márquez, es de una gran belleza, "Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados."

Imposible dejar de mencionar La Metamorfosis, de Franz Kafka: "Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto." El Extranjero, de Albert Camus, es un paradigma de la capacidad para sintetizar el espíritu que permea la totalidad de la obra: "Mamá ha muerto hoy. O tal vez fue ayer, no lo sé. He recibido un telegrama desde el asilo..."

"¿Encontraría a la maga?", se pregunta Julio Cortázar en el arranque de Rayuela. Es probable que el inicio más famoso de las letras mexicanas corresponda a Juan Rulfo: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo."

Sin embargo, mantengo mi admiración por Crónica de una Muerte Anunciada, una breve obra maestra que da principio anunciando lo que sucederá al final: "El día en que lo iban a matar, Santiago Nassar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que iba a llegar el obispo." La justificación del propio García Márquez para hacerlo de ese modo obedece a que decidió despojar al texto de la incertidumbre sobre si se cometería el crimen o no, para que los lectores se despreocuparan por la intriga y pudieran concentrarse en la lectura de sus pormenores.



Jules Etienne 

martes, 14 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (páginas 85 y 86)


Esa noche, extenuados por el esfuerzo que demandaban sus rituales amorosos, se habrían dormido uno junto al otro, abrazados los cuerpos y entrelazados sus deseos, para que al despertar Lupe, en plena madrugada, pudiera ver a Cooper acostado a su lado. Entonces debió exclamar: "Supongo que eres parte de este sueño." Tal vez hubiera sido así, pero a la mañana siguiente, de regreso a la realidad cotidiana, Cooper roncaba con la boca abierta en el sofá de la sala y Lupe, arrodillada, vigilaba su sueño sin despegar la vista de su rostro.

- ¿No es hermoso? -dijo en voz alta mientras lo contemplaba.

Su voz lo despertó, alcanzó a escuchar lo que ella había dicho y se rió. Al advertirlo, estalló en un reclamo:

- ¡Te estás riendo del amor de Lupe!

Antes de que él lograra articular alguna respuesta, pasaron del jaloneo verbal al físico. Cooper tuvo que someterla sujetándola por las muñecas hasta que se tranquilizó. Ambos terminaron exhaustos.

A mi paso por el cine conocí a muchos hombres con la fama de ser los más guapos. Me di el gusto de acostarme con algunos de ellos: Douglas Fairbanks, Clark Gable, Errol Flynn, John Gilbert... Bueno, hasta me casé con Tarzán. ¿Cuántas mujeres podrán presumir algo así? Pero nunca vi a nadie más hermoso que Gary.

Esa era la pauta invariable de sus ciclos pasionales, que oscilaban entre la intensidad romántica y la violencia de las disputas para terminar reincidiendo, una y otra vez, en las reconciliaciones, mismas que aún no alcanzaban a cicatrizar cuando ya había surgido un nuevo motivo de disgusto. Es bien sabido que la piel de los que aman es, en esencia, inflamable. El caos amoroso es el arancel que debe pagar el ser humano por el privilegio de vivir una relación apasionada. Casi todos, excepto los avaros y los calculadores, han experimentado una, ardiente e irrepetible, a lo largo de sus vidas. Es cuando hasta los más desafortunados, los feos, aquellos que carecen de gracia, se vuelven hermosos ante los ojos del amante. Rostros vulgares que dejan de serlo para adquirir la belleza que les confiere el otro cuando los mira. Y es, precisa y paradójicamente, en la otredad, cuando surgen las expresiones humanas más egoístas, como los celos, la necedad de borrar todo vestigio de un pasado sin ellos, el afán de adueñarse por completo del objeto de sus devaneos, de su cuerpo, sus pensamientos, su tiempo, todo. Se renuncia a la libertad individual para entregarse al otro en un supremo acto de agoísmo: poseerlo como recompensa por ser poseído.

Jules Etienne

jueves, 9 de septiembre de 2010

Decir Adiós es morir un poco (páginas 163 y 164)


Para comprobar si te siguen, cambias tu rutina y caminas hasta Bellas Artes. Nadie vigila tus pasos. En la explanada unos turistas toman las consabidas fotos para exportación, cuando un chamaco menos que adolescente hurta un bolso y trata de huir. En su carrera tropieza con el pie de un hombre que le ha puesto una zancadilla. La vendedora de chicles, que observa lo acontecido, lo reduce a un epifonema:

- ¡Ojete! Qué le costaba dejarlo que se pelara. Esos güeyes son gringos, lo que les sobra es la lana.

En efecto, es como si el honor patrio estuviera en juego una vez más. Otra deshonra, una raya más al tigre. Pero permitir que se escapara sería seguir hundiéndonos en este círculo vicioso. Si Rosa Ríos y todos los poderosos que disponen a sus anchas del presupuesto siguen gozando de su libertad, ¿por qué un jodido no les puede robar unos cuantos dólares a esos gringos? Recuperar una infinitésima parte de lo que ellos nos despojaron. Vamos a ser corruptos todos, pero parejo. Deshonestos por antonomasia. Lo que no se vale, como dice la chiclera, es ser ojetes con unos y tolerantes con otros. Si esto va a ser una jungla, sin ley y sin respeto, más te valdría irte preparando para ser caníbal. La realidad es una sobredosis de crueldad.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (último párrafo del segundo capítulo)


Los astrólogos aseguran que es una suerte de confabulación cósmica la que rige la existencia humana. Con una precisión micrométrica, los movimientos planetarios influyen en la vida de cada individuo, según no sólo la fecha y el año, sino la hora y el minuto, con lo que su carta astral quedará lacrada como un oráculo ineluctable. A Lupe, por diversos motivos, le habían tratado de alterar el año de su nacimiento, pero es no fue suficiente para falsificar un destino al que había llegado la hora de enfrentar.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Neruda y Sabines: una similitud


Con motivo del poema A medianoche, que incluí el último día de agosto, emprendí otra visita a los poemas de Jaime Sabines que tengo a mi alcance y no pude evitar uno que mantengo a la vista, prendido por una chincheta en mi tablero de pendientes (en el que conservo algunas fotos, un pensamiento de Thomas Henry Huxley y otro de Albert Camus, recortes de periódicos, en fin, todo menos las cuentas por pagar o mi próxima cita con el médico, que se supone sería el objetivo de ese corcho): Pensándolo bien. Y hace poco, hurgando entre la poesía de Neruda, porque estaba seguro que había escrito algo sobre el otoño que ya se avecina, me topé con Vuelve el otoño y la dejé marcada en su antología. Sin embargo, me quedaba la sensación de que acababa de leer algo semejante al poema de Sabines entre las páginas de Neruda. Esto fue lo que encontré:

Todos me piden que dé saltos,
que tonifique y que futbole,
que corra, que nade y que vuele.
Muy bien.

Todos me aconsejan reposo,
todos me destinan doctores,
mirándome de cierta manera.
¿Qué pasa?

Todos me aconsejan que viaje,
que entre y que salga, que no viaje,
que me muera y que no me muera.
No importa.

Todos ven las dificultades
de mis vísceras sorprendidas
por radioterribles retratos.
No estoy de acuerdo.

Todos pican mi poesía
con invencibles tenedores
buscando, sin duda, una mosca,
tengo miedo.

Tengo miedo de todo el mundo,
del agua fría, de la muerte.
Soy como todos los mortales,
inaplazable.

Por eso en estos cortos días
no voy a tomarlos en cuenta,
voy a abrirme y voy a encerrarme
con mi más pérfido enemigo,
Pablo Neruda.

El poema se titula El Miedo y fue publicado en 1958 en el volumen Estravagario. Ahora veremos el texto de Sabines, Pensándolo bien, que es muy posterior, ya que Sabines nació en 1926 y en este poema alude a los cincuenta años de edad:

Me dicen que debo hacer ejercicio para adelgazar,
que alrededor de los 50 son muy peligrosos la grasa y el cigarro,
que hay que conservar la figura
y dar la batalla al tiempo, a la vejez.

Expertos bien intencionados y médicos amigos
me recomiendan dietas y sistemas
para prolongar la vida unos años más.

Lo agradezco de todo corazón pero me río
de tan vanas recetas y tan escaso afán.
(La muerte también ríe de todas esas cosas.)

La única recomendación que considero seriamente
es la de llevar una mujer joven a la cama
porque a estas alturas
la juventud sólo puede llegarnos por contagio.

Ambos poemas darían la impresión de dirigirse hacia un cul-de-sac literario, que Neruda resuelve consigo mismo, mientras que Sabines logra una sorpresiva vuelta de tuerca que concluye con innegable sentido del humor. También encuentro similitudes entre Déjame reposar, de Sabines, y Ritual de mis piernas, de Neruda. Pero eso ya quedará para mejor ocasión.

La ilustración corresponde a El Cirujano (alrededor de 1670),
de David Teniers, el joven.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Una Serenata para Lupe (página 92)


Una premonición languidecía en los labios de Lupe, en aquel momento resecos como lo estaban ahora, tantos años después, con la tristeza de una noche sin luna. Dudaba en dejarle también a él una nota de despedida como la que ella jamás recibió, porque entre amantes la ausencia es en sí misma el adiós. Mensaje tácito que no requiere ser escrito porque tampoco compete a la razón. Para asumirlo basta la desolación, semejante a la que Lupe sentía ahora carcomiendo su memoria.