El
calendario íntimo de la agencia estaba marcado por festividades, de las cuales,
las más importantes eran los cumpleaños. Cinco veces al año, tras la hora de
cierre, el grupo celebraba el aniversario de alguno de sus miembros. Solían
hacer una colecta entre todos para ofrecer al homenajeado un regalo significativo,
casi siempre un perfume. Y soplaban las velas de una tarta, aunque como las
chicas estaban siempre a dieta, los pasteles de chocolate terminaron por
reducirse a un muffin con café. Estas ceremonias incluían la repetición
de los mismos chistes cada vez, y aunque no eran una orgía de diversión, a
Carmen le gustaban: disfrutaba de la seguridad de los pequeños ritos
cotidianos, que hacían de su vida un lugar sin sobresaltos, fácil de manejar.
Sin
embargo, el día que cumplió cuarenta años, el plan fue más arriesgado de lo que
ella esperaba. La fecha coincidía con el carnaval, y alguien en la oficina —quizá
Lucía, que era un poco excesiva— había propuesto disfrazarse y salir a la calle
todos juntos, de bar en bar. A Carmen le resultaba pintoresco el carnaval de Barcelona,
y algún año lo había recorrido, pero en calidad de testigo, vestida de sí
misma, sintiéndose protegida en su normalidad mientras a su alrededor pululaban
las más extravagantes máscaras simiescas. Estaba dispuesta a volver a hacerlo
en esos términos, interponiendo una distancia profiláctica entre el carnaval y ella,
sonriendo ante los disfraces más ingeniosos como se sonríe ante un espectáculo
sobre un escenario. El problema, para su horror, era que el personal de la
oficina le había anunciado una sorpresa, lo que sin duda incluiría un
disfraz de uso obligatorio.
Carmen
odiaba todas esas cosas: las sorpresas, los disfraces y lo que llamaba «el
desenfreno callejero». Le parecían entretenimientos infantiles absolutamente
inapropiados para adultos responsables. Pero negarse habría implicado
introducir un elemento de confrontación en su sana convivencia laboral, y no
estaba dispuesta a poner en riesgo su pequeño universo. Además, en realidad, tampoco
existía un plan B para esa noche. De rechazar este, no tendría más remedio que
cenar con su madre. Y se expondría a cualquier cosa, incluso a salir a la calle
vestida de monstruo, con tal de no tener que cenar con su madre en la noche de
su cumpleaños.
Santiago Roncagliolo (Perú, 1975)
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