Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 2 de mayo de 2017

Carnaval: EL SUEÑO DE LOS HÉROES, de Adolfo Bioy Casares

"El cabaret se llamaba Signor, su vestíbulo, profundo, estrecho y rojo..."

(Fragmento del capítulo XXXIII)

En la tercera noche del carnaval del año 27, antes de entrar en el teatro Cosmopolita, habían bebido en uno de esos cabarets. Ahora quería reconocerlo. Pero hacía tanto frío y estaba tan cansado, que no pudo prolongar debidamente la inspección; a decir verdad, entró en el primero de esos establecimientos que encontró en su camino. El cabaret se llamaba Signor, su vestíbulo, profundo, estrecho y rojo, con llamas y diablos pintados, representaba, sin duda, la entrada del infierno o, por lo menos, de una cueva infernal; de las paredes colgaban fotografías coloreadas de mujeres con castañuelas, mantones y posturas furiosas, de bailarines de frac y galera, y de una niña con hoyuelos en la cara, sonrisa picaresca y un ojo cerrado. Adentro, dos mujeres bailaban un tango, que otra ejecutaba, con un dedo, en el piano. Una cuarta mujer miraba, acodada en una mesa. Dos lavacopas trabajaban activamente en el mostrador. Algunas mesas estaban arregladas; las demás tenían encima sillas dadas vuelta. Gauna empujó la puerta para salir.

- ¿Quería algo, maestro? -preguntó uno de los lavacopas.

- Creía que estaba abierto... -explicó Gauna

- Siéntese -le propuso el lavacopas-. No vamos a echarlo porque sea temprano. ¿Qué le sirvo?

Gauna le dio el chambergo y se sentó.

- Una grapa doble -dijo.

Pensó que tal vez fuera ahí donde habían estado aquella noche. Disimuladamente miró a las mujeres; una de las que bailaban parecía un indio pampa y la otra (según le contó después a Larsen) "tenía cara de zonza". La del piano era muy chica y muy cabezona. La que estaba acodada era una rubia con cara de oveja. Esta última se levantó con desgano; Gauna se dijo, no sin alarma, "viene"; la mujer se acercó, preguntó si no molestaba y se sentó a la mesa de Gauna. Cuando el lavacopas se acercó, la mujer le preguntó a Gauna:

- ¿Me pagás la soda?

Gauna asintió. La mujer ordenó al lavacopas:

- Con bastante whisky, por favor.

Para disimular su turbación, Gauna comentó:

- A mí no me gusta el té frío.

La mujer explicó las ventajas medicinales del whisky, aseguró que lo tomaba por prescripción médica y por "puro gusto, créame", y se dilató en descripciones de las enfermedades, principalmente del estómago y del intestino, que la habían perseguido hasta adelgazarla enteramente y que ahora el doctor Reinafe Puyó, a quien había conocido una madrugada por entera casualidad, la estaba tratando con whiskies y otros brebajes menos agradables para el paladar, que la dejaban toda revuelta, echada como una enfermita en la cama y con un pañuelo empapado en agua colonia en la barriga. Gauna la escuchaba impresionado. Para sus adentros reconocía (aunque fuera una vergüenza confesarlo) que su experiencia con las mujeres no era grande y que si se encontraba con una muchacha, que no era una de las zonzas del barrio, se acobardaba un poco y estaba entregado, sin voluntad. Volvieron a llenar los vasos, y Gauna pensó "esta mujer tiene cara conocida". (Tal vez le pareció conocida porque ese tipo de cara se da, con variantes y peculiaridades, en muchas personas.) Después de que Gauna hubo bebido la tercera grapa doble, la mujer le participó que se llamaba "la Baby" (pronunció el nombre con "a" abierta) y él se atrevió a preguntar si no se habían encontrado en ese mismo lugar en un carnaval, hace dos o tres años.

- Yo estaba con unos amigos -explicó; después de una pausa añadió, cambiando de tono-. Tiene que acordarse. Con nosotros venía un señor de cierta edad, más bien corpulento y de respeto el hombre.

- No sé de qué me está hablando -respondió la Baby, con visible agitación.


Adolfo Bioy Casares (Argentina, 1914-1999) 

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