(Fragmentos)
El servicio que don
Alamiro se había dignado hacerme, gracias a la ayuda eficaz de Félix Nieto, no
era en realidad tan apreciable como parecía a primera vista. Mi consulado no
valía un comino. Mi sueldo dependía de los derechos consulares y pasaban los
días eternos y las noches horribles y no se divisaba la esperanza de cobrar lo
necesario para vivir.
Con la
promesa de pagar por mensualidades compré algunos muebles para la oficina y
para mi dormitorio modesto en los arrabales de la ciudad, en la calle
«Jazmines». No comprendí jamás la razón de ese nombre porque mi pobre calle era
fea como la más fea y triste callejuela, y toda su extensión de barro y
petróleo estuvo siempre huérfana de flores.
(...)
El pago de mi rincón,
el arriendo de la oficina, la cancelación de mi deuda (¡los muebles!) y mis
gastos de hotel me obligaban a efectuar las más extrañas operaciones
aritméticas, las transacciones más fantásticas y a vivir una vida de
subterfugios, escondites, excusas, explicaciones y molestias insufribles. En
Tampico no se podía vivir en aquellos tiempos con mis escasos recursos. Con la
mayor economía era forzoso gastar más de doscientos dólares para sobrevivir.
Recorriendo las calles, hondamente preocupado, descubrí un insignificante
restaurante chino, sucio y oscuro. Sería necesario resignarse a utilizarlo.
Para evitar que la gente del pueblo sorprendiera al «Cónsul» en tan desdichado
establecimiento, suprimí el desayuno y el almuerzo. Sólo de cuando en cuando me
permitía el lujo de entrar a medio día a ciertos hoteles «decentes» para comer
un sandwich y tomar un «vaso de leche». Al anochecer, cuando la calle de «mi
restaurante» estaba a oscuras me deslizaba, sigiloso y prudente, y entraba al
maloliente comedor donde me servían un plato desabrido.
Pero,
a pesar de todos mis sacrificios, mis cuentas andaban mal. Indudablemente,
viviendo en esa forma miserable, había logrado disminuir mis gastos, pero no lo
suficiente. Y no se podía hacer nada más, absolutamente nada más.
(...)
Mis diecinueve años
tímidos y mi pobre experiencia de regalón no me habían enseñado aún ninguno de
los recursos que me salvaron en el futuro. Vivía aplastado de problemas y
cavilaciones en un clima hostil, bajo la llama blanca de un sol terrible,
durante el día, y envuelto en nubes de mosquitos agresivos y guerrilleros en la
noche.
Me
acompañaba a veces Roberto Chávez, un muchacho de Veracruz, que por no ser de
Tampico sentíase extranjero como yo, y se daba entre los conocidos un airecillo
de importancia, adoptando a menudo actitudes teatrales de nonchalance o
de saudade.
Nuestra
vida humilde se debatía entre la inquietud y la desesperación. Respirábamos el
aire cocido del trópico. No sabíamos qué hacer ni cómo vivir. En las pequeñas
habitaciones nos aguardaban feroces los mosquitos y en las callejuelas nos
asaltaba el sol canalla y desvergonzado. Buscábamos la sombra de los árboles.
El aire inmóvil se hacía irrespirable. Los árboles quietos parecían de piedra.
Íbamos a las orillas del Pánuco. Una brisa casi imperceptible salía a
recibirnos. Nos sentábamos en el muelle.
- ¿Por
qué no busca una novia, señor Cónsul?
- ¿Una
novia? Tengo una novia en el Perú.
A
Roberto le parecía elegante mi caso. ¡Tener una novia en otro país!
- ¿Le
escribe?
- Cada
diez o quince días.
Un
largo silencio.
Regreso
(Fragmento)
¿Cómo se llamaba aquel
excelente señor que trabajaba en la Huasteca Petroleum Co., aquel
señor humano y generoso que apareció a mi lado en esos momentos y que,
compadecido de mi abandono y de mi soledad, me ofreció su ayuda y consiguió
embarcarme gratuitamente en uno de los vapores de la Compañía? ¿Morales?
¿Carlos? ¿Rafael? ¿Antonio? Innumerables veces he tratado de recordar su nombre
y he querido enviarle una larga carta conmovedora y agradecida. Nunca lo hice.
Tal vez no lo haré nunca. Quizá nunca sepa mi gratitud inolvidable.
Roberto
Chávez me acompañó hasta el muelle. Al subir al barco me espetó un pequeño
discurso, que seguramente había preparado con mucha anticipación. «Lamento,
señor Cónsul, que mi tierra no haya sido para usted cordial del todo y espero
que la próxima vez que nos visite lo reciba en ella la suerte con los brazos
abiertos. Para que no nos olvide le traigo este pequeño presente».
¡El
buen Roberto, ignorante de mis fervorosas supersticiones, me traía ópalos! Un
ópalo rojo hermosísimo, uno azul y otro verde.
Se
despidió luego de mí con un abrazo, los ojos humedecidos, un poco tembloroso.
El pobre muchacho lamentaba de veras mi partida.
Cuando
el barco se alejaba del muelle divisé por última vez su pequeña silueta cordial
y clara que se curvaba en un saludo triste, correcto, bastante «diplomático».
Él debe haberlo creído así.
Juan Guzmán Cruchaga (Chile, 1895-1979).
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