(Fragmentos de Andrés I)
Nací en el puerto de
Tampico, frente al mar. Bueno, en Ciudad Madero, pueblo que por entonces, a
principios del siglo XX, se llamaba Árbol Grande. Las olas, las olas altísimas
de Miramar cobijaron mi infancia… o estuvieron a punto de acabar con ella
cuando, en las comidas en la playa improvisadas por Mina, Elena y mi prima
Consuelo, las retaba arrojándome a sus crestas, a espaldas de la familia que
indolentemente pelaba camarones y devoraba la carne de las jaibas sin escuchar,
al parecer, mis gritos de excitación o de miedo ante las olas. El mar me
salvaba del tedio durante las vacaciones de verano.
(...)
En mi infancia, el
puerto se llenaba de barcos venidos de todas partes: Inglaterra, España,
Galveston, en Estados Unidos… hasta Rusia y Suecia, mucho antes de la Segunda
Guerra Mundial. Las compañías petroleras inglesas hacían su agosto con el
petróleo del Golfo. Se oía inglés por todas partes. Los letreros de las tiendas
de categoría estaban escritos en inglés. Los hombres usaban sombreros panamá y
las mujeres abrían sombrillas de seda floreada. Y había también chinos, muchos
chinos. ¿Por qué tantos chinos? Nunca lo supe, ni me molesté en averiguarlo.
Después de bañarme en Miramar, lo que más me gustaba era irme a ver los barcos
anclados, con sus banderines flotando en la brisa marítima; al salir de la
escuela me dirigía al muelle, y me pasaba horas apoyado en grandes cajas recién
descargadas, o en toneles que amenazaban con echarse a rodar, repletos de licor
o de aceite.
(...)
El mar, para mí, fue siempre telón de fondo de venturas y desventuras, con su ir y venir inacabable, su engañosa calma, sus olas gigantescas bordeadas de encaje, su olor inconfundible que llegaba hasta el quiosco del zócalo de Tampico y se metía por la nariz y por los pasillos de los grandes hoteles a los que nunca me atreví a entrar, menos aun cuando me convertí en solamente un niño sin padre. El Hotel Inglaterra, el Imperial, que fueron surgiendo un poco después del auge del petróleo. El mar: escenario de amores maternos y desencuentros; de voces incomprensibles y silencios inexpugnables; de presencia paterna y ausencias repentinas. El mar: sus ventiscas que azotaban puertas y ventanas durante “el norte”; su intenso cielo azul que hacía juego con el cobalto del agua con el que se fundía en el horizonte inmisericorde, que me cobijaba un día tras otro.
(...)
El mar, en la noche, era otra cosa. Como que se callaba, se amansaba, como que las olas nada más suspiraban. La luna, tan solapada, escondiéndose entre las nubes o desvergonzada a veces, perturbadora, mostrándose blanca en toda su redondez, como el vientre desnudo de una mujer. Luna lejana y, a la vez, cercana: atrayente, aviesa, cómplice. No como el mar enorme y bueno que me despertaba cada mañana con su rumor suave, oloroso, familiar, grato. Inocente.
Eso era para mí el mar:
la inocencia, la infancia pura.
Margarita Peña (México, 1937-2018).
La fotografía nocturna de la playa de Miramar es de Nico González.
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