Regresa la primavera a Vancouver.

sábado, 1 de julio de 2023

Tampico: APUNTES RIBEREÑOS, de Adriana García Roel

"... de modo que alrededor de los balnearios se ha ido formando un pequeño mundo playero."

(
Fragmento del primer capitulo)

Venir a Tampico, ponerme a oír el mar que en inevitable reventazón de olas golpea la playa, levantar los ojos para ver el parpadeo de las estrellas, y acordarme de la poesía de Ricardo León, es todo uno. La Barcarola sin ser ninguna maravilla, a mí sí me lo parece. Y es que enredados a sus versos van los recuerdos, muy hermosos, de mis amigos de juventud, de mis primeros bailes, de las ilusiones que todas las mujeres solemos hacernos cuando Eros empieza a ponernos enfrente de los ojos ensueños dorados y nubes color de rosa. Y cuando es a la orilla del mar en donde la recuerdo, la poesía del escritor español se me antoja aún más hermosa. Por años y años la playa tampiqueña ha ejercido en mí un influjo singular. Fue precisamente en este puerto de Tampico en donde conocí el mar; nunca antes lo había yo visto, y el primer contacto que mis sentidos con él tuvieron fue tan violento que contraje, para siempre, “el mal marítimo”. El oro de las dunas, el perfume salino de la brisa, las blancas crines y el monótono reventar de las olas no iban a dejarme nunca en paz.

Convengo que nuestro litoral tiene playas más majestuosas, estoy de acuerdo en que el paisaje de Acapulco, o de Mazatlán, o de Manzanillo es más accidentado y pintoresco que el de mi playa favorita; admito que el Pacífico es de una belleza más “asalvajada” que el Atlántico; las rocas que entran audazmente en el océano de Balboa logran de día efectos bellísimos y muy imponentes de noche, efectos nunca alcanzados por el Atlántico. Pero a mí déjenme el Golfo, porque fue precisamente por él que mis sentidos, hace mucho, se dejaron hechizar.

Altamira, Tampico, Doña Cecilia (hoy Ciudad Madero), la Barra, el Humo, Pueblo Viejo: cuánta pátina de historia adherida a estos nombres ya de por sí tan sugerentes

(...)

Después de cuatro años hemos vuelto a Tampico. En cuanto veo el mar me doy cuenta del inmenso cariño que por esta playa siento. Las Escolleras, el faro, el Pánuco -¡cuántos recuerdos despiertan en mí!-. Dudo haber pasado en las diversas playas que he conocido días tan agradables como los que estas arenas jaibas me han proporcionado. Una y otra vez he venido a pasar días de descanso al modesto hotel de don Pedro, Y siempre al alejarme me ha asaltado una profunda nostalgia, nostalgia que procuro apaciguar repitiéndome que en cuanto me sea posible he de volver a Tampico.

Hoy lo he logrado.

La creciente del Pánuco ha ensuciado el agua del mar y nos hemos visto obligados a ir a tomar nuestros baños más allá del viejo Casino de Miramar. Todo entra en la diversión. Los camiones y el tranvía llegan hasta allá, de modo que alrededor de los balnearios se ha ido formando un pequeño mundo playero. Puestos de refrescos y taquitos, columpios para descansar, fotógrafos ambulantes que por una pequeña suma le toman al bañista una fotografía de “ambiente”. Todos estos fotógrafos tienen el mismo fondo para sus retratos, a saber: una embarcación de cartón, tablas y manta que luce, en la vela, una leyenda alusiva: “Recuerdo de Tampico”. Los navíos tienen nombres sugestivos -"Peregrina”, “Estrella Marinera”, “María del Mar”-. Escojo esta última para nuestra “foto”. Subimos tres escalones, nos colocamos en lugares adecuados, el fotógrafo reclama nuestra atención un minuto, ¡zaz!, listo. Diez o quince minutos más tarde el artista de la lente nos entrega, húmedo aún, nuestro retrato y yo lo manejo como si de un tesoro se tratara para no estropearlo. Es curioso, no tenemos ninguno de los dos la manía de las “fotos”, debe ser la euforia de vernos nuevamente en Tampico lo que nos ha empujado a posar en esta ocasión.

Adriana García Roel (México, 1916-2003).

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