Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 3 de julio de 2023

Tampico: EL JAGÜEY DE LAS RUINAS, de Sara García Iglesias

"Don Adrián las llevó a un baile del Casino, orgulloso de su fresca belleza."

(
Primer capítulo de la segunda parte)

El día que recibieron el aviso de la llegada de los hijos, toda la familia se trasladó a Tampico a esperar el arribo del barco que los devolvía a su patria.

Fueron unos días muy alegres para María-Nieves y Teresa. Casi nunca iban a la ciudad, y las fiestas y los bailes eran para ellas acontecimientos. Don Adrián las llevó a un baile del Casino, orgulloso de su fresca belleza. Ninguna de las dos era excepcionalmente bonita, pero el dulce óvalo, enmarcado de obscuros cabellos, del rostro de Teresa, y los expresivos ojos de María-Nieves, atraían las miradas de todo el mundo. Sobre todo eran la novedad, lo que en una ciudad chica es lo más importante. Gozaron unos días de completo éxito. Las meriendas en casa de las amigas, las serenatas, las veladas del Casino, los muchachos y los vestidos.

Pero don Adrián se impacientaba en la ciudad. Las veladas, menos mal, ¡pero las largas mañanas! Además lo tenía nervioso la llegada de los muchachos. María-Nieves para distraerlo se levantaba temprano y se iba con él. Disfrutaban con sus largos paseos: la orilla del río, los muelles de los pescadores, Pueblo Viejo con sus tendidos de camarón seco, la línea blanca de la playa frente a la inmensidad del mar que los dos amaban tanto. María-Nieves en aquellas mañanas se repetía lo aburridos que resultaban los muchachos de Tampico comparados con un hombre como su padre; le divertían, pero después de un rato eran insoportables. Además tenía la manía de situarlos mentalmente en el campo. Fulanito, que bailaba tan bien, ¿cómo se vería con chaparreras y montado en un caballo bronco? ¿Cómo reaccionaría ante los pinolillos?

Menganito, que hacía esas caravanas tan primorosas y decía aquellas cositas tan dulces, ¿no correría delante de las vacas? ¿Haría tantos aspavientos como doña Felipita?

Este juego mental le resultaba divertidísimo, pero sus resultados eran lamentables. Le aburrieron los muchachos. Uno que no estaba tan mal era Roberto Meléndez, el enamorado de Tere. Aunque tal vez era excesivamente correcto y serio. Daban ganas de sacudirlo. Tenía unos ojos negros de agradable y noble mirada. Le gustaba para cuñado. Lo malo es que Tere estaba insoportable. No hacía más que hablar de él todo el día. María-Nieves la escuchaba cada noche con paciente consternación, balanceando los pies, sentada en el borde de la cama… y me dijo… y me miró… María-Nieves reflexionó largamente sobre esa especie de sarampión que había transformado a Tere. Pensaba: «¿Me enamoraré yo?» La idea le parecía algunas veces muy cómica y otras terriblemente seria. «¿De quién? ¿Vendrá siquiera?»

A veces creía que no. Ninguna de las gentes que había conocido tenía parecido con «él».

Bueno, por lo pronto lo mejor era no pensar y reírse de todo y tratar de no escuchar aquella melodía añorante y casi angustiosa que solía cantar algo desconocido para ella, hasta entonces, y que debía haberse instalado muy adentro de su alma. Por fin llegó el barco. Los hermanos eran dos muchachos altos, uno pálido y deslavado, el otro un poco más guapo. Los primeros momentos fueron difíciles para todos. Gracias a doña Elena, que sólo pensaba en que eran sus niños, y al buen humor de María-Nieves, que se dedicó a burlarse alegremente de ellos, de sus gestos y sus vestidos, la naturalidad se recobró, aparentemente al menos. Don Adrián, impaciente por volver al Bejuco, ordenó el regreso inmediato, con gran consternación de Teresa. Doña Elena, a quien Roberto parecía un buen partido, obtuvo permiso de dejarla una temporada con sus tías en Tampico.

Sara García Iglesias (México, 1917-1987).

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