Me miré en el espejo: mis ojos estaban completamente
vacíos, por primera vez no tuve necesidad de vaciármelos antes de pasar
media hora mirándome al espejo y haciendo gimnasia facial. Era el rostro de un
suicida, y cuando comencé a maquillarme mi rostro era el de un muerto. Me
extendí vaselina por toda la cara y desgarré un tubo de maquillaje blanco que
estaba medio seco, extraje lo que pude y me teñí del todo blanco: ningún trazo
negro, ni un punto rojo, todo blanco, incluso las cejas. Encima, el pelo parecía
una peluca; la boca no maquillada era oscura, casi azul: los ojos, azul claro
como un cielo de verano, vacíos como los de un cardenal que se niega a
reconocer que hace tiempo que ha perdido la fe. Ni siquiera tenía yo miedo de
mí. Con aquel rostro podría yo hacer carrera, podría incluso fingir
hipócritamente aquello que con toda su bobada, con toda su estupidez, me
era relativamente simpático: aquello en lo que creía Edgar Wieneken. Eso por lo
menos era insípido, y con su insipidez era lo más honrado dentro de lo indigno,
el más pequeño de los males menores. Además de lo negro, lo pardo oscuro y lo
azul, quedaba otra opción, y llamarla roja sería demasiado eufemístico y
demasiado optimista, pero era de un gris levemente teñido de aurora. Un triste
color par a una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se
había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión.
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Recibió el premio Nobel en 1972.
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