(Fragmento)
¿Qué es lo que
Alicia había encontrado?
Piezas de
ajedrez, y una partida de ajedrez. Y Alicia había sido un peón. Ésa era la
razón por la que había cruzado el tercer cuadro en tren. Y cada resoplido de
humo costaba a mil libras por unidad, casi tan caro como podría haberme costado
el humo de mi puro si Smiley no me lo hubiera quitado de las manos y hubiera
dicho que era suyo.
Piezas de
ajedrez, y una partida de ajedrez.
¿Pero quién era
el jugador?
Y de pronto lo
supe. Sin lógica alguna, porque no tenía ni asomo de motivos. No entendía el porqué, pero Yehudi Smith me había dicho
cómo, y ahora yo había descubierto el
quién.
La trama. Fuera
quien fuese quien había planeado el problema de ajedrez de esta noche, lo había
hecho muy bien, y había jugado magníficamente. Ajedrez de a través del espejo,
y ajedrez real, ambos. Y me conocía muy bien, lo que quería decir que yo le
conocía también. Conocía mis puntos flacos, las trampas en las que podía caer.
Sabía que iría con Yehudi Smith gracias a la fuerza de aquella historia loca y
absurda que Smith me había contado.
Pero, ¿por qué? ¿Qué sacaba en limpio? Había
matado a Miles Harrison, a Ralph Bonney y a Yehudi Smith. Y había dejado el
dinero que Miles y Ralph transportaban en el maletín, y lo había puesto en el
maletero de mi coche, junto con los dos cadáveres.
El dinero no
había sido el motivo. O bien era así, o el motivo había sido tan gran cantidad
de dinero que los dos mil dólares que Bonney llevaba no tenían mayor
importancia.
¿Y no era uno de
los hombres implicados uno de los más ricos de Carmel City? Ralph Bonney. La
fábrica de pirotécnica, inversiones, terrenos e inmuebles, todo debía acercarse
a la suma de, bueno, quizá medio millón de dólares. Alguien que mata por medio
millón de dólares bien puede dejar dos mil como producto de un atraco junto a
los cuerpos de los asesinados, para procurar que le carguen el mochuelo al peón
que ha elegido, para alejar de sí cualquier sospecha.
Consideremos los
hechos.
Ralph Bonney
obtuvo el divorcio hoy. Fue asesinado esta noche.
Entonces la
muerte de Miles Harrison fue accidental. Yehudi Smith había sido otro peón.
Un cerebro
retorcido, pero brillante. Un pensamiento frío y cruel. Y sin embargo,
paradójicamente, al que le encantaba la fantasía, como a mí y que adoraba a
Lewis Carroll, como yo.
Fredric Brown (Estados Unidos, 1906-1972)
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