(Fragmento del capítulo XX)
¿Y Judith?
Después de almorzar los pequeños marcharon con la
señorita Scope en busca de fresas silvestres, mientras los demás se quedaban
sentados sobre el mullido musgo junto a una cascada de plata. Boyne, tumbado
boca arriba sobre una roca, estudiaba el paisaje
y meditaba tras una cortina de humo de pipa. Judith, algo apartada, se hallaba suntuosamente
tendida sobre el lecho de musgo, el sombrero quitado, la cabeza apoyada
en la curva de su brazo inmaduro. Su perfil destacaba menudo y claro sobre el
temblor rojizo de los helechos doblados por la fuerza del agua. Las mejillas
ardían con un color rosa intenso que oscurecía las cejas y
las pestañas y velaba los párpados cerrados con una sombra de terciopelo. Se había
quedado dormida, y el sueño la privaba de sus defensas ante quienes la observaban.
«Parece casi mayor… ya da ganas de besarla. Pero ¿por
qué ahora, así de repen- te?», se preguntó Boyne, repentinamente molesto
no por el realce de su belleza (cuya medida variaba de hora en hora) sino por la
existencia de una nueva cualidad en ella. Apartó la mirada, que cayó sobre el señor
Dobree, sentado frente a él con el estudiado abandon de un excursionista poco
acostumbrado a las excursiones. El inagotable guardarropa del señor Dobree proporcionaba
a su traje el toque justo de prenda raída, de andar por casa, y a su sombrero el
tono levemente desvaído más adecuado para la ocasión; y Boyne se preguntó si no
sería ese cambio en su indumentaria lo que le confería un aire distinto. Pero
no; la diferencia era más honda. Pese a su atuendo campestre, el señor Dobree no
parecía más tratable ni menos urbano; tan sólo más relajado y menos en guardia. Sus
claros y cautos ojos se habían tornado confusos y furtivos; incluso se advertía en
ellos una tenue línea de tensión hacia la figura yacente de Judith. Era manifiesto, a
juzgar por su mirada, que los pensamientos del señor Dobree corrían veloces, y Boyne
supo que estaba pensando lo mismo que él. El descubrimiento lo sorprendió
sobremanera, si bien recordó que las tendencias igualatorias de la vida moderna también
afectaban a la diferencia de edad y que el señor Dobree era a efectos prácticos apenas
mayor que él. Además, conservaba su brío y sus músculos, su mirada se
mostraba generalmente alerta y a pesar de su pelo entrecano no había razón alguna para
que no pudiera compartir con él la contemplación de la indefensa belleza de Judith.
Edith Wharton
(Estadounidense fallecida en Francia, 1862-1937).
(Traducida al español por Catalina Martínez Muñoz).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario