"... cuya cortina descorrió para mejor examinar a la durmiente (...) su cabeza la sostenía con un brazo al modo de las bacantes antiguas..."
(Párrafos finales del capítulo III)
- Que
sale el tren, caballero -le gritaron los mozos-. Por aquí... por aquí....
Lanzose desatinado al andén: el tren, con pérfida
lentitud de reptil, comenzaba a resbalar suavemente por los rieles. Miranda le
enseñó los puños, y un sentimiento de impotente y fría rabia apoderose de su espíritu.
Así perdió un segundo, un segundo precioso. El andar del convoy se aceleraba,
como el columpio que, empezando a oscilar, describe a cada paso curvas más abiertas,
y vuela con brío mayor por los aires. Precipitadamente y sin mirar al terreno,
saltó Miranda a la vía, para alcanzar los vagones de primera, que en aquel
punto desfilaban ante sus ojos, como mofándose de él. Quiso lanzarse al
estribo, pero al tocarle fue despedido a la vía con gran violencia, y cayó,
sintiendo agudo y repentino dolor en el pie derecho. Quedose en el suelo, medio
incorporado, profiriendo una imprecación de esas que en España los hombres más preciados
de distinguidos y elegantes no recelan tomar del lenguaje patibulario de los facinerosos.
El tren, rugiente, majestuoso y veloz, cruzó ante él, despidiendo la negra
máquina centellas de fuego semejantes a espíritus fantásticos danzando entre
las tinieblas nocturnas.
Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger
su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía
dormida penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó
caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un
ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío
de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la
confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los
mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar,
pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba
su rostro el recién llegado.
(Fragmento inicial del capítulo IV)
Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa -así
que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento*-
el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez
de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le
hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No
obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos
pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor
examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren,
oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir,
radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos
más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín,
los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban
paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos
la fuerte y cruda claridad; su cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes
antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la
otra pendía en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en
el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura
agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona
luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal,
encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, atrechos de la revuelta
falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y
el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la
persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un
tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la
mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas;
y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de
aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal,
a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había
visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la
Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo.
Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa
o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver
de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe,
tipo muy común entre las señoritas yankees, mostraba tan patente en
ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba:
«no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en
su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de
hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su
maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a
cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página.
Se arrimó nuevamente entonces el viajero a los helados cristales, y se quedó así,
inmóvil, meditabundo.
Emilia Pardo Bazán (España, 1851-1921).
* La expresión más apropiada según el diccionario panhispánico de dudas sería "compartimento" cuando se refiere a un tren. A saber el motivo por el que la autora prefirió departamento,
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