Me alegró ver que Weena estaba profundamente dormida.
La envolví con cuidado en mi chaqueta, y me senté junto a ella para esperar la
salida de la luna. La ladera estaba tranquila y desierta, pero de la negrura del
bosque venía de vez en cuando una agitación de seres vivos. Sobre mí brillaban
las estrellas, pues la noche era muy clara. Experimentaba cierta sensación de
amistoso bienestar con su centelleo. Sin embargo, todas las vetustas
constelaciones habían desaparecido del cielo; su lento movimiento, que es
imperceptible durante centenares de vidas humanas, las había, desde hacía largo
tiempo, reordenado en grupos desconocidos. Pero la Vía Láctea, me parecía que era
aún la misma banderola harapienta de polvo de estrellas de antaño. Por la parte
sur (según pude apreciar) había una estrella roja muy brillante, nueva para mí;
parecía aún más espléndida que nuestra propia y verde Sirio. Y entre todos
aquellos puntos de luz centelleante, brillaba un planeta benévola y
constante- mente como la cara de un antiguo amigo.
Herbert George Wells (Inglaterra, 1866-1946).
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