(Fragmento de La esposa y la amante)
Antes de acostarme, como a menudo suelo hacer, miré durante largo tiempo a mi mujer que dormía ya, envuelta en su ligera respiración. Hasta durmiendo componía una imagen perfectamente ordenada, con las sábanas hasta el cuello y sus no muy abundantes cabellos recogidos en una breve trenza anudada en la nuca. Pensé: «No quiero causarle ningún dolor. ¡Nunca!». Dormí tranquilo. A la mañana siguiente aclararía los términos de mi relación con Carla y encontraría la manera de asegurar el porvenir de la chica sin verme, a cambio, obligado a darle ningún beso.
Tuve un curioso sueño: no me limitaba a besar el cuello de Carla sino que me lo comía. Su cuello en cambio, a pesar de las heridas que le infligía con furiosa voluptuosidad, no sangraba y permanecía inalterablemente cubierto por su blanca piel y respetando su forma ligeramente arqueada. Carla, abandonada en mis brazos, no parecía estar padeciendo las consecuencias de mis mordiscos. Quien padecía por su causa era, en cambio, Augusta, que había acudido de repente. Para tranquilizarla le decía: «No voy a comérmelo todo. Te dejaré también a ti un trozo».
El sueño adquirió el aspecto de una pesadilla sólo cuando, en mitad de la noche, me desperté y mi mente, librándose de sus brumas, pudo recordarlo; pero no antes, porque mientras duró, ni siquiera la presencia de Augusta había anulado el sentimien- to de satisfacción que me proporcionaba.
En cuanto me desperté adquirí plena conciencia de la intensidad de mi deseo y del peligro que representaba para Augusta, y para mí también. Tal vez en el seno de la mujer que dormía a mi lado se estuviera gestando otra vida de la que tendría que responsabilizarme. ¿Quién sabe qué se le podría antojar a Carla pretender si llegaba a ser mi amante?
Italo Svevo:
Aron Hector Schmitz (Italia, 1861-1928).
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