(Fragmentos)
Así era, pues, como aquel desalmado parecía gozar
del privilegio exclusivo del desorden, del insulto y de la violencia en Zaulán
y en su cercanías. El domingo de que hablábamos, había amanecido el tal
desvelado y nervioso por haberse pasado en un rancho donde hubo fandango toda
la noche; y para soportar la trasnochada, había empinado el codo de lo lindo
por más de doce horas consecutivas. Bien entrada la mañana, y cuando el sol
estaba ya alto, fastidiado de la música serrana y del baile de los rancheros,
montó su caballito moro y se dirigió al pueblo en busca de teatro más vasto y
de más amplios horizontes para sus proezas. A la entrada de Zaulán se detuvo en
el tendajo de don Crisanto Gómez, llamado el «Pavo», por tener en el frontis
pintado un volátil de ese género, haciendo la rueda, con la cola de pintadas
plumas bien elevada y extendida en forma de abanico. Luego que don Crisanto le
vio venir, se puso lívido y habló por lo bajo a su mujer, que aún no era muy
vieja, para que se marchase de la tienda. No bien se había puesto en cobro la
amedrentada matrona, entró por la puerta del frente, sin apearse del caballo y
como un torbellino, el desaforado jinete.
- ¡A la güena de Dios, don Crisanto! -gritó Patricio al hacer irrupción en el estrecho local-. ¿Qué es de su güena
vida?
- Aquí pasándola, lo mesmo que siempre.
- Sólo que jaciendo muchos pesos
con su comercio.
- Ansí lo quijiera Dios; pero no es ansina. Apenas me sostengo
yo y mi familia.
- A ver, don Crisanto, tenga la fineza de servirme un cacho de
vino.
- ¿Tequila?
- Sí, del más mejor que tenga; más que sea del viudo de la
viuda del fabricante.
El tendero tomó una botella de a litro, de vidrio verde,
que estaba tapada con un pedazo de olote, y puso sobre el mostrador la medida
ordinaria de cristal para servir el aguardiente.
- ¡Y yo pa’ qué quero esa miseria,
don Crisanto! Ese dedal sírvaselo a su señora madre; a mí deme como a los
hombres -gritó el jinete.
- No te esaltes, Patricio -repuso don Crisanto
poniéndose todavía más pálido-. ¿Qué tanto queres que te dé? Aquí estoy para
servite.
- Pos écheme de una vez medio cuartillo, no sea tan pedido de por Dios.
El tendero cogió el vaso destinado al agua y lo llenó de aguardiente, no sin
hacer ruido de campanitas al golpear con mano trémula vidrio contra vidrio.
Patricio se inclinó, cogió el vaso y le apuró de un sorbo.
- Este vino no es más
que una pura tarugada -dijo golpeando el mostrador con la vasija vacía-. De
buena gana les diera yo una agarrada a esos fabricantes. Ya ni con una botija
se puede uno emborrachar; es la viva agua.
(...)
Íbamos diciendo que el jinete hizo al Moro cejar
por toda la tienda. No contento con eso, y terminado aquel escarceo, le llevó
junto al viejo, mugriento y vacilante mostrador, e hincándole las espuelas, le
obligó a alzar en alto las patas delanteras, y a posarlas sobre aquella armazón
de madera, que se dio a temblar como si tuviera miedo.
- Aquí tiene otro güen
marchante, don Crisanto -dijo con ironía refiriéndose a la bestia-. A ver si me
le va dando un trago de vino.
- Patricio, me tumbas el mostrador -exclamó el
tendero con angustia.
- ¡Y a mí qué diantres me importa! ¡Que se lo lleven los
diablos! ¡Ponga vino pa’ mi caballo!
Don Crisanto sirvió dos vasos de tequila y
los puso sobre la tabla.
- ¿Y cómo quere que lo beba el moro ansina? ¿Pos qué le
ve trompa de elefante pa’ meterla en el vaso? ¡No me haga tantas y le pegue una
cintareada!
- ¡Pos cómo queres!
- Pos sírvale media botija en un lebrillo pa’ que
meta el hocico. Mi penco vale
más que usté.
José López Portillo y Rojas (México, 1850-1923).
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