(Fragmento final del capítulo 27)
- ¡Azul! -exclamó-. Azul violeta. ¿De qué son?
- De Cielos estivales -dije-, plumas e higos, y la uva de sangre de emperadores.
- No, en serio... por favor...
- Oh, sólo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?
Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además. Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí, sonriendo apenas -¿no quieres contarme?-, con los ojos de oscuras pestañas semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas. Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:
- Si te lo digo... si te lo digo... me prometes (dormida, tan dormida... cabeza colgando, los ojos en blanco... ) que no te quejarás...
- Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama. Te doy diez minutos.
- Oh, he sido una niña tan repugnante... -siguió, sacudiendo el pelo, quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza-. Déjame contarte...
- Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama... por Dios, vete a la cama.
Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.
¡Señores del jurado! ¡Sobrellevadme! ¡Permitidme tomar sólo un instante de vuestro precioso tiempo! De modo que había llegado le grand moment. Había dejado a mi Lolita sentada al borde de la cama abismal, levantando letárgicamente un pie, tanteando con los cordones de los zapatos, mostrando al hacerlo el lado interior de los muslos hasta el borde de los calzones -siempre había sido singularmente descuidada o desvergonzada o ambas cosas, al mostrar las piernas. Ésa, pues, fue la hermética visión de Lo que encerré, después de comprobar que la puerta no tenía cerrojo por dentro. La llave, con su ficha numerada de madera, se convirtió desde ese instante en el poderoso sésamo de un futuro formidable y arrebatado. Era mía, era parte de mi puño caliente y velludo. Pocos minutos después -unos veinte, una media hora, sicher ist sicher, como solía decir mi tío Gustave- entraría en el 342 para encontrar a mi nínfula, a mi belleza, a mi prometida, aprisionada en su sueño de cristal. ¡Señores del jurado! Si mi felicidad hubiera podido hablar, habría llenado el recatado hotel con un rugido ensordecedor. Y hoy mi único pesar es que no deposité tranquilamente la llave «342» en el escritorio para marcharme de la ciudad, del país, del continente, del hemisferio... del globo mismo, esa misma noche.
Permítaseme explicarme. Yo no me sentía indebidamente perturbado por sus insinua- ciones autoacusadoras. Estaba bien resuelto a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando sólo en el secreto de la noche, sólo en una niña desnuda y completamente anestesiada. Contención y reverencia eran aún mi lema, aunque esa «pureza» -al fin completamente descartada por la ciencia moderna- hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento.
La puerta del cuarto de baño iluminado estaba abierta; además, un esqueleto de luz provenía de las lámparas exteriores más allá de las persianas. Esos rayos entrecru- zados penetraban la oscuridad del dormitorio y revelaban esta situación:
Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volvién- dome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
Eso era algo que el intruso no esperaba. La treta de las píldoras (cosa bastante sórdida, entre nous dit) tenía por objeto producir un sueño profundo, imperturbable para todo un regimiento... y allí estaba ella, mirándome y llamándome confusamente «Bárbara». Y Bárbara, vestida con mi pijama -demasiado apretado para ella-, permaneció inmóvil, en suspenso, sobre la pequeña sonámbula. Suavemente, con un suspiro indefenso, Dolly se volvió, recobrando su posición anterior. Durante dos minutos, por lo menos, esperé inmovilizado sobre el borde mismo, como aquel sastre con su paracaídas casero, hace cuarenta años, a punto de arrojarse desde la torre Eiffel. Su respiración débil tenía el ritmo del sueño. Al fin me tendí en mi estrecho margen de cama, tiré de las sábanas, deslicé hacia el sur mis pies fríos como una piedra... y Lolita levantó la cabeza y me bostezó.
Vladimir Nabokov
(Ruso fallecido en Suiza, 1899-1977).
(Traducido al español por Enrique Tejedor).
Las ilustraciones corresponden a un fotomontaje publicitario de la película filmada en 1962 con Sue Lyon como Lolita y a Dominique Swain caracterizando al personaje en la versión en colores de 1997.
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