(Fragmento del cuarto capítulo de Charley Anderson)
- En lo que dices hay más verdad que poesía -dijo
Charley entre dientes.
- La poesía... Adoro la poesía, ¿tú no?
Bailaron hasta que cerró el local. Salieron con paso
tambaleante a las calles negras y desiertas. Pasaron dando traspiés junto a
cubos de basura. Los gatos escapaban a su paso entre sus pies. Se detuvieron y
hablaron del amor libre con un policía. Y en cada esquina se paraban para
besarse. Mientras buscaba la llave en el bolso, ella dijo con aire pensativo:
- Las gentes que hacen cosas resultan luego los
amantes más maravillosos, ¿no crees?
Charley fue el primero en despertarse. El sol entraba
a raudales por una ventana sin cortina. Vio que la chica estaba dormida, con la
cara hundida en la almohada. Tenía la boca abierta y parecía mucho más vieja
que la noche pasada. Su piel era pastosa, de cierto tono verdoso, y sus
cabellos eran un matojo de mechones.
Charley se vistió en silencio. Sobre unos grandes
tableros, tapizados de grueso polvo y atestados de caprichosos dibujos de
desnudos, encontró un trozo de carboncillo. En el reverso de una hoja de papel
amarillo, donde podía leerse un poema a medio escribir, Charley escribió: «Lo
he pasado maravillosamente... Adiós... Buena suerte, Charley». Y no se puso los
zapatos hasta llegar al final de las crujientes escaleras.
Ya en la calle, en la ventosa y fría mañana
primaveral, se sintió maravillosamente. Estalló en sonoras carcajadas. Qué
pequeña y vieja gran ciudad.
John Dos Passos (Estados Unidos, 1896-1970).
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