(Fragmento)
Muy a menudo también, y cuando ya no estaba ella
delante, pensaba yo que la audacia me sería tanto más fácil tan cuanto más
completa fuese. Prometíame entonces estrecharla entre mis brazos y poner mi
boca sobre su boca.
Me la imaginaba ya cayendo desvanecida entre mis brazos
al ardor de mis caricias, dormida, subyugada por aquella revolución de mi ardor
apasionado. ¿Qué sucedería después? A esta idea palpitaba mi corazón de una manera
extraña. No era el temor de ser expulsado de allí ignominiosamente lo que me
retenía. Más vergonzoso era para mí no atreverme. Y no me atrevía. ¡Cuántas y
cuántas veces resoluciones aún más insensatas me han tenido despierto toda la
noche! Levantábame de mi lecho, después de muchas horas de agitación que me
cubría el cuerpo de sudor frío. «Si ahora fuese yo a su cuarto» me decía a mí mismo,
«si yo me colocase a su lado; si ella al despertar se encontrase enlazada
conmigo, unidos nuestros labios, juntos nuestros cuerpos…» Llevaba yo el frenesí
de este proyecto hasta abrir la puerta de mi cuarto con las precauciones del
ladrón, bajaba un tramo de la
escalera y daba la vuelta al corredor hasta otra puerta, la de las habitaciones
de Carlota. Aquello era arriesgarme a ser sorprendido y expulsado... por nada.
Colocaba mi mano sobre el picaporte; el frío del metal abrasaba mis dedos… Después…
no me atrevía.
No era solamente el miedo lo que me detenía, no; lo
que me paralizaba cerca de la señorita de Jussat, como por influencia
magnética, era, ahora lo veo con claridad, aunque sin explicármelo bien, su
pureza. Parece absurdo al pronto que el conquistar a una virgen sea más difícil
que enamorar a una mujer que ya se ha entregado a otro hombre, y que sabiéndolo
todo, puede defenderse más fácilmente. Y, sin embargo, así sucede. Al menos yo
he experimentado en mí mismo ese retroceso forzado ante la inocencia.
Paul Bourget (Francia, 1852-1935).
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