Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 12 de abril de 2017

Carnaval: DESPUÉS DEL BAILE, de León Tolstoi


(Fragmento)

- Por mucho que me esmere, nunca podré hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se bebe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido.

- No se haga el modesto -lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.

- Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca -aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.


León Tolstoi: Lev Nikoláievich Tolstoi (Rusia, 1828-1910).

El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva

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