- Por mucho que me esmere, nunca podré
hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió
entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una
universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que,
por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política
alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos
y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía
dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún
no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si
no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se bebe vodka. Las
veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era
un hombre bien parecido.
- No se haga el modesto -lo interrumpió
una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella
época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.
- Bueno, como quiera; pero no se trata de
eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de
carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia,
un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer,
tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes
y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros,
blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta
Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una
célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la
música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser
aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé
cuadrillas, valses y polkas hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que
era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes
blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de
satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca
-aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala;
yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa
mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me
figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré,
siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su
resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos
cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las
mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.
León Tolstoi: Lev Nikoláievich Tolstoi (Rusia, 1828-1910).
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva
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