Fue el 19 de febrero de 1937, cuando Horacio Quiroga, tras enterarse de que padecía un avanzado e incurable cáncer gástrico, decidió suicidarse ingiriendo cianuro. Sin embargo, su vida parecería marcada por las muertes trágicas de su entorno. No había cumplido ni tres meses de edad cuando su padre murió al dispararse accidentalmente la escopeta que llevaba; siendo todavía adolescente, de quince años, su padrastro se suicidó tras padecer un derrame cerebral; sus hermanos Prudencio y Pastora murieron de fiebre tifoidea en el Chaco; y la muerte accidental de su mejor amigo, Federico Ferrando, fue todavía más dramática: éste había decidido batirse en duelo, como se estilaba por aquella época -lo narrado tuvo lugar en 1901-, con un periodista de Montevideo, que era donde radicaban. Ferrando se lo informó a Quiroga quien, en un acto de buena fe, se dio a la tarea de revisar y limpiar el revólver de su amigo cuando una bala se disparó por accidente, provocando su muerte instantánea. Incluso permaneció detenido unos días hasta que se pudo aclarar la naturaleza fortuita de lo acontecido.
Marcado por la experiencia, decide abandonar su Uruguay natal y se traslada a Argentina. En Buenos Aires se dedica a la docencia y como era un buen fotógrafo, su maestro Leopoldo Lugones lo invita a viajar a la región de las misiones jesuitas, en la selva. Quiroga se enamoró de aquel lugar -lo cual quedaría plasmado en su obra- y, con el tiempo, adquirió una propiedad en Misiones, a la que se llevaría a vivir a su esposa Ana María Cirés, una joven muy bella que había sido su alumna y a quien le dedica su novela Historias de un amor turbio. Pero como si un oráculo griego lo hubiese determinado, hastiada de la monotonía de una vida tan apartada, acabaría por suicidarse, ingiriendo veneno. La agonía fue terrible, se prolongó varios días, durante los cuales Quiroga le pidió perdón y le suplicó que viviera, pero fue inútil. Habían tenido dos hijos, Eglé -hermoso nombre mitológico: la más bella de las hijas del sol- y Darío. Tras su muerte, por fin decidió regresar a Buenos Aires con sus hijos, no sin antes quemar la ropa y destruir sus fotos, borrar todo vestigio de la presencia de Ana María en su vida.
Tiempo después se enamoró de una joven de 17 años, que también se llamaba Ana María, pero los padres se opusieron a la relación y se la llevaron lejos de él. Eso inspiró su novela Pasado amor, que publicaría en 1929. Finalmente, se casó con María Elena Bravo, una compañera de escuela de su hija Eglé, que aún no había cumplido los veinte años cuando se fue a vivir con él a la propiedad que conservaba en Misiones.
Los cuentos de Quiroga fueron equiparados con el estilo de Poe, fantasías misteriosas y a menudo delirantes. En 1896, antes de cumplir los dieciocho años, escribió una reflexión premonitoria sobre el suicidio: "Para mí el suicidio sigue inmediatamente a la desgracia. El arruinado se mata cuando su casa quiebra. El enfermo se mata cuando llanamente comprende que su mal no tiene cura y entre sufrir y no sufrir es fácil la elección..." Poco tiempo después de que su segunda esposa lo abandonó, se le diagnosticó el cáncer que lo orilló al suicidio en 1937, cuando tenía 58 años de edad.
Pero el recuento de los suicidios no termina allí. Leopoldo Lugones, su mentor literario y a quien Quiroga tanto admiraba, se embarcó rumbo a un lugar de recreo denominado Tigre, en Argentina, vestido de blanco, pidió un whisky y se le veía tranquilo. Después en su habitación, lo mezcló con cianuro y lo ingirió. Era el 18 de febrero de 1938. Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de la muerte de Quiroga.
Cuando Alfonsina Storni y Quiroga se conocieron, surgió entre ambos una simpatía inmediata y se decía que hubo algo más que amistad. Al enterarse de su muerte ella escribió:
Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
Y así como en tus cuentos, no está mal;
Un rayo a tiempo y se acabó la feria...
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte
Que a las espaldas va.
Bebiste bien que luego sonreías...
Allá dirán.
Por la misma época de la muerte de Lugones, también se suicidó Eglé, la hija de Quiroga. Devastada, Alfonsina empezó a frecuentar el Tigre durante ese año. Debido a que padecía de cáncer en el seno se le había practicado una mastectomía un par de años atrás. El 25 de octubre se internó en el mar con todos los poemas que le quedaban por escribir. Darío, el último sobreviviente de los Quiroga Cirés, se suici- daría más tarde, en 1952.
En sus días finales, Quiroga le envió una carta de despedida a uno de sus amigos, César Tiempo -periodista y escritor argentino de origen ucraniano-, donde le decía: "Yo ya escribí cien cuentos y dije todo lo que tenía que decir". Un tanto a la manera del poeta Cesare Pavese, cuyo testamento fueron el puñado de palabras que precedieron a su suicidio: "Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más".
Jules Etienne
La ilustración corresponde a una fotografía de la casa de Horacio Quiroga,
en San Ignacio, provincia de Misiones, Argentina.
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