"Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del camino; volvimos justo antes del oscurecer..."
(Fragmento del capítulo 3)
Después
se marcharon, con el sombrero en la mano y andando de puntillas incluso en el terreno, por la suave y
blanda tierra, como si en la casa hubiera alguien despierto que intentara dormir, o alguien dormido a
quien pudieran despertar. Luego desaparecieron y Drusilla y yo nos volvimos y cruzamos
el pórtico; su mano levemente posada en mi muñeca, pero descargando dentro de mí esa
oscura y apasionada voracidad como con una sacudida eléctrica, su rostro a la altura de mi
hombro, su pelo a trasquilones con un ramito de verbena en cada oreja, sus ojos
mirándome fijamente con fiera exaltación. Entramos y atravesamos el vestíbulo, con su mano
guiándome, sin apretar la mía, hasta llegar al salón. Entonces, me di cuenta por primera vez -el cambio que produce la
muerte- no de
que sólo era materia, sino de que yacía inerte. Pero no le miré todavía, porque
cuando lo hiciera se me cortaría el aliento; me dirigí a tía Jenny, que
acababa de levantase de una silla detrás de la cual se erguía Louvinia. Era la hermana de
padre, más alta que Drusilla pero no mayor que ella; su marido resultó muerto, nada
más empezar la guerra, por una granada de una fragata federal en Fort Moultrie; hacía seis
años que había venido de Carolina a vivir con nosotros. Ringo y yo fuimos a buscarla en el
carro al empalme de Tennessee. Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del
camino; volvimos justo antes de oscurecer, con tía Jenny junto a mí en el pescante sosteniendo un
parasol de encajes, y Ringo en la cama del carro, cuidando de un cesto que contenía dos
botellas de jerez añejo, dos esquejes de jazmín que ahora eran arbustos en el jardín, y
dos cristaleras de colores que había salvado de la casa de Carolina, donde habían nacido ella y
padre y tío Bayard, y que padre le había colocado sobre una de las ventanas de la
sala de visitas en forma de abanico; al subir por el camino de entrada, padre (que ya había vuelto
del ferrocarril) descendió los escalones, la bajó en volandas del carro y dijo: «Hola,
Jenny», y ella contestó: «Hola, Johnny», y se echó a llorar. Ella también se quedó de pie
mirándome mientras me acercaba: el mismo pelo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos de
padre, salvo que eran atentos y muy juiciosos en vez de intolerantes. No dijo nada en absoluto;
sólo me besó, con las manos suavemente apoyadas en mis hombros. Entonces habló
Drusilla, como si hubiera aguardado a que acabase la vacía ceremonia con una especie de
asombrosa paciencia, y una voz como de campana: nítida, insensible, monocorde, suave
y triunfante:
-
Ven, Bayard.
-
¿No será mejor
que te acuestes ahora? -dijo tía Jenny.
-
Sí -dijo Drusilla, con su tono
terso y arrobado-. ¡Oh, si! Habrá mucho tiempo para dormir.
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1949.
(Traducido al español por Benito Gómez Ibáñez).
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