"¡Tú, rubia y blanda! ¿Conoces estos dedos? (...) pero además sus yemas conocen tan bien la ternura, saben tocar con tanta ternura que gritarías de placer..."
(Fragmento del capítulo Despertar)
¡He estado en la prisión durante dieciséis meses,
encerrado en nombre de la moral y de la decencia! ¿Sabéis lo que es eso?
Dieciséis meses, cuatrocientos ochenta y ocho días con sus cuatrocientas
ochenta y ocho noches encima de un jergón de paja, en medio del hedor de la
miseria humana, víctima de los piojos y las pulgas, en compañía de las ratas,
durante dieciséis meses, cuatrocientos ochenta y ocho días en la oscuridad, sin
poder ver la luz del sol, sin tener ni siquiera una lámpara decente, como los
topos, como las ratas, a solas con mi juventud, a solas con las intenciones y
los deseos de un hombre, a solas con los recuerdos, con los recuerdos de la
vida, los recuerdos de brillantes despertares y de dulces acostares,
completamente a solas, expulsado del mundo en nombre de la moral y de la
decencia, de las cuales soy enemigo... Por lo menos así me lo hizo saber el
Messer Grande cuando me detuvo. Cuatrocientos ochenta y ocho días robados y
arrancados de mi vida, cuatrocientas ochenta y ocho noches durante las cuales
habría podido contemplar la luna y el mar en el puerto, el rostro de los
hombres bajo las farolas, el rostro de las mujeres en el momento en que las
luces se apagan y las caras sólo quedan iluminadas por el resplandor de los
ojos de los amantes. -Estaba como borracho; hablaba muy alto, como alguien que
hubiese estado callado durante demasiado tiempo-. ¿Por qué retroceden? -preguntó gritando y abriendo los brazos-. ¡Si yo estoy aquí! ¡Si ya he
llegado! Tú, anciana, ¿por qué te escondes detrás de la puerta? Tú, vanidosa y
tonta, la morena, ¿por qué no te acercas? ¡Mira mis manos, mira mis brazos, que
han tenido entre ellos a tantas mujeres! ¿No querías verlos? ¡No tendrás miedo
de estas manos!... Saben usar la espada y los naipes, pero también acariciar.
¡Tú, rubia y blanda! ¿Conoces estos dedos? Saben encontrar las picas y los
tréboles hasta en la oscuridad, pero además sus yemas conocen también la
ternura, saben tocar con tanta ternura que gritarías de placer, y hasta como
abuela desdentada les contarías a tus nietos los recuerdos de los momentos en
que estos dedos te acariciaron la nuca. ¡Damas de Bolzano! ¡Vayan a la ciudad y
anunciad que he llegado, que estoy aquí, que ha empezado la función! ¡Ha
llegado el caballero de las faldas, el consuelo de las damas, el médico de los
corazones desengañados, el que conoce el arcano de los dolores de corazón, y el
que sabe preparar las cocciones que hay que darles a los amantes lánguidos a la
hora de comer para que por la noche estén otra vez vigorosos y divertidos en la
cama! Cuenten que han conseguido irrumpir en mi habitación, que han visto
con sus propios ojos que estoy aquí, que no me he atrofiado en la prisión,
que mis brazos, mi corazón, mis hombros
y todo lo demás, absolutamente todo, está en su sitio. ¡Damas! ¡Hagan correr
buenas noticias sobre mí! Hablen a los hombres en los instantes de
intimidad, cuando desatan sus cinturones y se despojan de sus faldas,
cuenten que ha llegado Giacomo, el que había sido condenado a prisión, al
infierno y a la oscuridad en nombre de la moral y la decencia, y que se ha vuelto
totalmente decente y se ha corregido por completo, y que ahora suplica perdón,
generosidad y protección. Pidan clemencia por mí, bellas damas, a los poderosos
y a los decentes, a quienes nunca han cometido ningún error y se atreven a
condenar a los culpables. ¡Porque yo soy culpable! Vayan a contar que Giacomo se
ha arrepentido de sus pecados. Soy culpable porque lo sé todo sobre las mujeres
y sobre los hombres, y porque tengo fama de apreciar la vida por encima de
todo. Vayan a contar que he llegado.
Se acercó a la ventana y la abrió de par en
par. La luz de noviembre, penetró en la habitación, llenándola con una
luminosidad fría y abundante, como una cascada de los Alpes. Permaneció con los
brazos abiertos, sujetando las hojas de la ventana, con la cabeza echada
hacia atrás bajo la luz, dejando que la claridad le bañara el pálido rostro,
recibiendo la caricia del sol con los ojos cerrados, sonriendo.
Sándor Márai (Húngaro nacionalizado estadounidense, 1900-1989).
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