COMO UN BLASÓN
(Fragmento)
Como por encanto salieron las carabinas y los primeros
tiros rasgaron el aire.
¡Viva la revolución! ¡Mueran los asesinos de Madero!
Mientras las maringuías nos
despojábamos de nuestras vestimentas, los compañeros se agruparon en el portal,
decididos a arremeter a cuantos se les enfrentaran. Los dependientes de la
tienda quedáronse inmóviles, paralizados por el susto, y al grito de ¡Viva la revolución!,
la multitud que invadía la plaza se desgranó como una mazorca, dejando tal
reguero de cascarones apachurrados, de frutas y de confeti, que aquello parecía
un patio de vecindad, después de romperse la piñata.
Diez, en total, éramos aquellos chiflados que acometíamos
la locura de caer en la propia madriguera de. sesenta pelones, armados
hasta los dientes y provistos de una ametralladora que nos podía hilvanar a
tiros, como una máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez
voluntarios entusiastas, exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos,
a morir en la raya, y no sesenta cuerdeados, tibios
instrumen- tos de un gobierno de criminales, sin convicción y sin bandera.
Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la
sorpresa, comenzaron a aparecer por las bocacalles y a disparar duro y macizo,
no precisamente con cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un
aparador saltó hecho añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los
guitarristas, el más distinguido en su breve carrera musical. Un certero
disparo tocó el corazón a uno de los nuestros, deshojándolo como si fuera una
rosa.
También nuestros proyectiles abrieron en las carnes
enemigas grifos de sangre y de dolor. Mi rifle no se contentaba con herir, o
matar: insultaba iracundo y sus estampi- dos parecían fuertes blasfemias que
rebotaban en los progenitores de cada pelón.
Pero las carrilleras fueron quedando vacías.
- Hay que subir por la parroquia, antes de que nos
corten las retirada -aconsejé a mis compañeros.
Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la
calle desierta, que bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote.
Mi perro al verlo, corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era
don Ignacio, el ciego, que salía fatalmente al encuentro de los tiros
federales. Todos le
gritamos a la desesperada:
- ¡Tírese al
suelo!
José Rubén Romero (México, 1890-1952).
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