Regresa la primavera a Vancouver.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: MI CABALLO, MI PERRO Y MI RIFLE, de José Rubén Romero

"Mi rifle no se contentaba con herir o matar: insultaba iracundo..."

COMO UN BLASÓN

(Fragmento)

Como por encanto salieron las carabinas y los primeros tiros rasgaron el aire.

¡Viva la revolución! ¡Mueran los asesinos de Ma­dero!

Mientras las maringuías nos despojábamos de nuestras vestimentas, los compañeros se agruparon en el portal, decididos a arremeter a cuantos se les enfrentaran. Los dependientes de la tienda quedá­ronse inmóviles, paralizados por el susto, y al grito de ¡Viva la revolución!, la multitud que invadía la plaza se desgranó como una mazorca, dejando tal reguero de cascarones apachurrados, de frutas y de confeti, que aquello parecía un patio de vecindad, después de romperse la piñata.

Diez, en total, éramos aquellos chiflados que aco­metíamos la locura de caer en la propia madriguera de. sesenta pelones, armados hasta los dientes y provistos de una ametralladora que nos podía hilva­nar a tiros, como una máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez voluntarios entusiastas, exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos, a morir en la raya, y no sesenta cuerdeados, tibios instrumen- tos de un gobierno de criminales, sin convicción y sin bandera.

Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la sorpresa, comenzaron a aparecer por las bocaca­lles y a disparar duro y macizo, no precisamente con cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un aparador saltó hecho añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los guitarristas, el más distinguido en su breve carrera musical. Un certero disparo tocó el corazón a uno de los nues­tros, deshojándolo como si fuera una rosa.

También nuestros proyectiles abrieron en las car­nes enemigas grifos de sangre y de dolor. Mi rifle no se contentaba con herir, o matar: insultaba ira­cundo y sus estampi- dos parecían fuertes blasfemias que rebotaban en los progenitores de cada pelón.

Pero las carrilleras fueron quedando vacías.

- Hay que subir por la parroquia, antes de que nos corten las retirada -aconsejé a mis compañeros.

Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la calle desierta, que bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote. Mi perro al verlo, corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era don Ignacio, el ciego, que salía fatalmente al encuen­tro de los tiros federales. Todos le gritamos a la desesperada:

- ¡Tírese al suelo!

José Rubén Romero (México, 1890-1952).

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