"... y aquí estoy yo, el ultimo de ellos, bebiendo vino de Suresnes y contando viejas historias en un café."
(Fragmento inicial)
Era el viejo brigadier quien estaba hablando en el café.
Amigos míos, he visto muchas ciudades. No me atrevería
a decirles a cuántas he entrado como conquistador con ochocientos de mis
pequeños demonios comba- tientes retumbando y tintineando detrás de mí. La
caballería marchaba encabezando la Gran Armada, los húsares de Conflans delante
de la caballería, y yo estaba al frente de los húsares. De todas las ciudades
que visitamos, Venecia es la más mal construida y ridícula. No puedo imaginar
cómo las personas que lo diseñaron pensaron que la caballería podría maniobrar.
Murat o Lassalle confundirían a un escuadrón en ese cuadrado suyo. Por esta
razón dejamos la brigada pesada de Kellermann y también mis propios húsares en
Padua, en el continente. Aunque Suchet con la infantería controlaba la ciudad,
y me había elegido como su ayudante de campo para ese invierno, porque estaba
satisfecho con el asunto del maestro de esgrima italiano en Milán. El tipo era
un buen espadachín, y fue una suerte para el crédito de las armas francesas que
fui yo quien se le opuso. Además, merecía una lección, porque si a uno no le
gusta el canto de una prima donna, siempre se puede quedar en silencio,
pero resulta intolerable que se le haga una afrenta pública a una bella mujer.
Así que las simpatías estaban conmigo, y después de que el asunto pasó y la
viuda del hombre fue pensionada, Suchet me eligió como su propio jinete, y yo
lo seguí a Venecia, donde tuve la extraña aventura que estoy a punto de
contarles.
¿No ha estado usted en Venecia? No, porque es raro que
los franceses viajen. Éramos grandes viajeros en aquellos días. De Moscú a El
Cairo habíamos viajado a todas partes, pero íbamos en grupos más numerosos de
lo que convenía a quienes visitamos, y llevábamos nuestros pasaportes en
nuestros brazos. Será un mal día para Europa cuando los franceses empiecen a
viajar de nuevo, pues tardan en salir de sus casas, pero cuando lo hayan hecho
nadie podrá decir hasta dónde llegarán si tienen un guía como nuestro gran hombrecito
para señalar el camino. Pero los grandes días se han ido y los grandes hombres
han muerto, y aquí estoy yo, el último de ellos, bebiendo vino de Suresnes y
contando viejas historias en un café.
Sin embargo, es de Venecia de lo que quiero hablarles.
La gente de allí vive como ratas de agua en un cenagal, pero las casas son muy
hermosas y las iglesias, especialmente la de San Marcos, son tan grandes como ninguna
que haya visto. Pero sobre todo están orgullosos de sus estatuas y sus cuadros,
que son los más famosos de Europa.
Arthur Conan Doyle (Inglaterra, 1859-1930).
La ilustración es obra de William Wollen para The Strand Magazine,
que publicó el relato en su número correspondiente al mes de agosto de 1902.
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