(Fragmento inicial)
I
Un pequeño faetón inglés estaba detenido delante de la
oficina de correos de una ciudad portuaria francesa. Dentro iba una dama con el
velo echado y una sombrilla que le tapaba el rostro. Mi relato empieza cuando
un caballero sale de esa oficina y le entrega una carta.
El caballero se quedó unos instantes al lado del
carruaje antes de subir. Ella le dio la sombrilla para que la sostuviera, y
luego se subió el velo, mostrando lo hermosa que era. La pareja parecía
despertar un gran interés entre los transeúntes, pues casi todos se quedaban
observándolos e intercambiaban miradas elocuentes. Los que en ese momento
fijaban su atención en ellos vieron cómo la dama palidecía mientras sus ojos
recorrían la carta. Su acompañante también lo advirtió, y, sentándose enseguida
a su lado, cogió las riendas y se alejó velozmente por la calle principal de la
ciudad; pasó por delante del puerto, y cogió una carretera solitaria que
bordeaba el mar. Allí aflojó la marcha. La dama iba recostada en el asiento,
con el velo bajado de nuevo y la carta desplegada en el regazo. Parecía
inconsciente, y su acompañante vio que tenía los ojos cerrados. Al comprobar
esto, se apresuró a quitarle la carta y leyó lo siguiente:
Southampton, 16 de julio de 18…
Mi querida Hortense:
Verás por el matasellos que estoy mil leguas más cerca de casa que la última
vez que escribí, pero apenas tengo tiempo para explicarte el cambio. M. P. me
ha concedido un inesperado congé (permiso). Después de tantos meses de separación,
podremos pasar unas semanas juntos. ¡Alabado sea Dios! Hemos llegado de Nueva
York esta mañana, y he tenido la suerte de encontrar un barco, el Armorique,
que zarpa directamente rumbo a H. El correo parte enseguida, pero es probable
que a nosotros nos detenga unas horas la marea; así que recibirás esta misiva
un día antes de mi llegada: el capitán calcula que atracaremos el jueves a
primera hora de la mañana. ¡Ah, Hortense! ¡Qué despacio pasa el tiempo! Todavía
faltan tres días. Si no te escribí desde Nueva York es porque no quería
atormentarte con una espera que, dadas las circunstancias, me atrevo a suponer
encontrarías demasiado larga. Adiós. Pronto estaremos juntos.
Tu fiel, C. B.
Cuando volvió a dejar la carta en el regazo de la
dama, el rostro del caballero estaba casi tan pálido como el de ella. Con la
mirada extraviada, a duras penas logró impedir que sus labios soltaran una
maldición. Entonces volvió los ojos hacia su vecina. Después de vacilar unos
instantes, en los que destensó tanto las riendas que el caballo se puso al
paso, le tocó dulcemente en el hombro.- Bueno, Hortense -le dijo, en tono
animado-, ¿qué pasa? ¿Te has quedado dormida? Hortense abrió lentamente los
ojos y, al ver que habían salido de la ciudad, se levantó el velo. Sus
facciones estaban paralizadas por el miedo.
- Lee esto -dijo ella, tendiéndole la carta. El
caballero la cogió, y fingió leerla de nuevo.
- ¡Ah…! El señor Bernier regresa. ¡Fantástico! -exclamó.
- ¿Fantástico? -repitió Hortense -. No deberíamos
bromear en un momento tan crítico, amigo mío.
- Tienes razón -respondió él-, será un encuentro
solemne. Dos años de ausencia es mucho tiempo.
- ¡Oh, cielos! No me atreveré a mirarle a la cara -exclamó
Hortense, echándose a llorar. Se cubrió el rostro con una mano, y extendió la
otra hacia la de su amigo. Pero él estaba tan absorto que no reparó en su
gesto. De pronto volvió a la realidad empujado por los sollozos de la dama.
- Vamos, vamos -dijo el caballero, como si quisiera
convencerla de que no recelara de un peligro que también planeaba sobre él, ya
que la serenidad de su amiga mitigaría sus temores-. Y ¿qué pasa si viene? No
tiene por qué enterarse de nada. Se quedará muy poco tiempo, y volverá a
hacerse a la mar tan confiado como el día que llegue.
- ¿Que no tiene por qué enterarse de nada? Me dejas
boquiabierta. Todas las lenguas que le saluden, aunque solo sea con un bonjour,
irán con cuentos sobre la mala conducta de ciertas personas.
- ¡Bah! La gente no se fija en nosotros tanto como
crees. Tú y yo, n’est-ce pas?, apenas tenemos tiempo para preocuparnos
de los defectos de nuestros vecinos. Además, no somos los únicos, para bien o
para mal. Si un barco naufragara en aquellas rocas mar adentro, los pobres
diablos que intentaran alcanzar la costa aferrados a un mástil no dirigirían
muchas miradas a quienes lucharan contra las olas a su lado. Tendrían los ojos
puestos en la orilla, y solo se preocuparían de salvarse ellos. En la vida
todos vamos a la deriva en medio de un proceloso mar; y peleamos para alcanzar
una terra firma de riqueza, amor u holganza. El estruendo de las olas
que levantamos a nuestro alrededor y la espuma que arrojamos sobre nuestros
ojos nos impide oír y ver las palabras y los actos de nuestros semejantes.
Siempre y cuando conservemos nuestro pellejo, ¿qué nos importan los demás?
Henry James
(Estadounidense nacionalizado inglés, 1843-1916).
(Traducido al español por Marta Salís Damián).
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