Cuando la mujer se levantó, se fingió dormido. Sintió el beso que ella le dio en la frente, muy suave, como si no quisiera despertarlo de lo que creía un sueño profundo, quizá había pensado, Pobrecillo, se acostó tarde, estudiando aquel extraordinario caso del infeliz hombre ciego. Solo, como si se fuera apoderando de él lentamente una nube espesa que le cargase sobre el pecho y le entrase por las narices cegándolo por dentro, el médico dejó brotar un gemido breve, permitió que dos lágrimas, Serán blancas, pensó, le inundaran los ojos y se derramaran por las mejillas, a un lado y a otro de la cara, ahora comprendía el miedo de sus pacientes cuando le decían, Doctor, me parece que estoy perdiendo la vista. Llegaban hasta el dormitorio los pequeños ruidos domésticos, no tardaría la mujer en acercarse a ver si seguía durmiendo, era ya casi la hora de salir para el hospital. Se levantó con cuidado, a tientas buscó y se puso el batín, entró en el cuarto de baño, orinó. Luego se volvió hacia donde sabía que estaba el espejo, esta vez no preguntó Qué será esto, no dijo Hay mil razones para que el cerebro humano se cierre, sólo extendió las manos hasta tocar el vidrio, sabía que su imagen estaba allí, mirándolo, la imagen lo veía a él, él no veía la imagen.
José Saramago (Portugal, 1922-2010). Obtuvo el premio Nobel en 1998.
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