Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 19 de mayo de 2014

Espejos (18): LA MONTAÑA DEL ALMA, de Gao Xingjian

"Cuando observo a los otros, los considero como espejos que me devuelven mi propia imagen..."
 
(Fragmento del capítulo 26)
 
También puedes esperar, esperar que las manchas de agua en la pared retornen a su forma original, se vuelvan de nuevo un rostro humano, puedes también desear que un día tu imagen adquiera tal o cual forma. Pero por experiencia sé que cuanto más tiempo pasa, menos evoluciona esta imagen según tus deseos y que, a menudo, por el contrario, se vuelve monstruosa. No puedes ya aceptarla, pero, como se trata de tu yo, al final no te queda más remedio que hacerlo.
 
Un día vi la foto pegada en mi carnet de autobús que había dejado sobre la mesa. En un primer momento, encontré mi sonrisita más bien agradable, pero acto seguido me pareció más exactamente burlona, un tanto altanera y fría, delatando cierto amor propio mezclado con no poca autosatisfacción, indicaba que me tomaba por un personaje superior. En realidad, percibí en ella una especie de afectación acompañada de una expresión de gran soledad y de vago terror; no era en absoluto el rostro de un triunfador. Podía leerse amargura en ella. Por supuesto que no podía haber en ella la vaga sonrisa habitual que nace de la felicidad involuntaria, sino que era más bien una expresión de duda ante la felicidad. Eso se volvía un poco aterrador e incluso inútil. La sensación de caer sin que pueda encontrarse ningún asidero seguro. Nunca más he querido volver a ver esa foto.
 
A continuación, me puse a observar a los demás, pero al hacerlo, descubría que ese yo detestable y omnipresente también se entrometía, sin poder dejar de intervenir en la percepción del rostro ajeno. Era algo lamentable: cuando observaba a otra persona, continuaba observándome yo mismo. Buscaba rostros que me gustaran, o una expresión que me resultase aceptable. Si un rostro no conseguía emocionarme, si no conseguía encontrar gentes con las que identificarme entre los que pasaban por delante de mí, los observaba, pues, sin verles. En una sala de espera, en un vagón de tren, en la cubierta de una embarcación, en una fonda o en un parque, o incluso dando un paseo por la calle, no elegía más que los rostros o las siluetas próximas a aquellos que me resultaban familiares y en los que buscaba algún indicio que pudiera hacer resurgir un recuerdo enterrado. Cuando observo a los otros, los considero como espejos que me devuelven mi propia imagen y esta observación depende enteramente de mi estado de ánimo del momento. Incluso cuando miro a una muchacha, trato de aprehenderla con mis propios sentidos, la imagino con mi propia experiencia antes de formular un juicio. Mi comprensión del prójimo, incluidas las mujeres, es de hecho superficial y arbitraria. A través de mi mirada, las mujeres no son nada más que meras ilusiones que me he creado yo mismo y que utilizo para mistificarme. Esto me entristece. Por eso mis relaciones con las mujeres conducen siempre, en última instancia, al fracaso. Y a la inversa, si fuera yo una mujer, no por ello me costaría menos el contacto con los hombres. El problema radica en la toma de conciencia interior de mi yo, ese monstruo que me atormenta sin cesar. El amor propio, la autodestrucción, la reserva, la arrogancia, la satisfacción y la tristeza, los celos y el odio, provienen de él, el yo es de hecho la fuente de la desdicha de la humanidad. ¿Acaso la solución a esta desdicha tiene que pasar por el ahogo del yo consciente?
 
He aquí porqué Buda enseñó la iluminación: todas las imágenes son mentiras, la ausencia de imagen también lo es.
 
 
Gao Xingjian (Originario de China nacionalizado francés; 1940). Obtuvo el premio Nobel en el año 2000.
 
La ilustración corresponde a un dibujo en tinta china de la colección Después del diluvio, del propio autor.

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