El undécimo día después del nacimiento del niño en la cueva, a eso de la media tarde, los tres sabios se acercaban a Jerusalén por carretera de
Siquem. Después de cruzar el arroyo Cedrón, encontraron a muchas
personas, ninguna de las cuales dejó de pararse y mirarlos con curiosidad.
Judea era una avenida internacional obligatoria; un estrecho puente,
levantado, al parecer, por la presión del desierto en el este y del mar en el
oeste. Eso era y no podría pretender que fuese otra cosa. Por encima de ese
puente, empero, la naturale- za había fijado el cauce de una corriente comercial
entre el este y el sur, y de aquí nacía la riqueza del país. En otras palabras,
la riqueza de Jerusalén provenía de los impuestos que cobraba al comercio que
pasaba por allí. Con la excepción de Roma, en ninguna otra parte se encontraba
constantemente reunido, tan gran número de personas de tantas y tan distintas
naciones; y en ninguna otra ciudad era el extranjero menos extraño a los
avecindados en ella como dentro de sus muros y aledaños. A pesar de lo cual
aquellos tres hombres excitaban la admiración de todos los que encontraban en
su marcha hacia las puertas de la ciudad.
El hijo de una de las mujeres sentadas a la orilla del camino enfrente
de las Tumbas de los Reyes vio al grupo que se acercaba, e inmediatamente se
puso a batir palmas y a gritar:
- ¡Mira, mira! ¡Qué hermosas campanillas! ¡Qué camellos tan grandes!
Las campanillas eran de plata; los camellos,
como hemos visto, eran de una talla y una blancura extraordinaria, y se movían
con singular majestad; los arreos hablaban del desierto, de largas travesías a
través de él, y también de que sus poseedores estaban en posesión de abundantes
medios. Y los tres jinetes iban sentados debajo de los pequeños toldos del
mismo modo en que aparecieron en el lugar de reunión al otro lado del Jebel.
Sin embargo, no eran las campanillas, ni las guarniciones, ni el aire de los
jinetes lo que resultaba tan maravilloso; sino la pregunta que formulaba el que
iba en cabeza.
La entrada a Jerusalén por el norte discurre por una llanura que se
inclina hacia el sur, dejando la puerta de Damasco en un valle u hondonada. El
camino es estrecho, y el prolongado uso lo ha hundido profundamente: en ciertos
puntos lo hacen difícil los guijarros que el agua de las lluvias ha puesto al
descubierto y ha dejado sueltos. Sin embargo, a uno y otro lado se extendían,
antaño, fértiles campos y bosques de olivos que cuando crecían con toda su lozanía habían de ser muy hermosos y en especial habían de
parecerlo a los viajeros recién llegados de las arideces del desierto. Yendo
por dicho camino, los tres sabios se detuvieron delante del grupo que había
enfrente de las Tumbas.
- Buena gente -dijo Baltasar, acariciándose la
trenzada barba e inclinándose fuera de su litera-, ¿no está cerca Jerusalén?
- Sí -respondió la mujer, en cuyos brazos se
había acurrucado el niño-. Si los árboles de aquella eminencia de allá fuesen
un poco más bajos, veríais las torres de la plaza del mercado.
Baltasar dirigió una mirada al griego y al hindú, y luego preguntó:
- ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?
Las mujeres se miraron unas a otras sin responder.
- ¿No habéis tenido noticias de él?
- No.
- Pues decid a todo el mundo que nosotros hemos
visto su estrella en el este, y he- mos venido a adorarle.
Dicho lo cual, los jinetes siguieron en marcha. A
otras personas formularon la misma pregunta, con idéntico resultado. Un gran
grupo de gentes que encontraron camino de la gruta de Jeremías quedaron
tan pasmados por la pregunta y el aspecto de los via- jeros que dieron media vuelta
y los siguieron hacia la ciudad.
Lewis Wallace
(Estados Unidos, 1827-1905).
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