Vancouver: atardecer de verano en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

viernes, 21 de junio de 2024

Mirándolas dormir: SOBRE HÉROES Y TUMBAS, de Ernesto Sabato

"Y empezó a respirar hondamente, ya dormida. Había dejado caer sus zapatos al suelo..."

(Fragmento del capítulo XI)

Mientras él se sentaba, ella, sin agua, tragaba las dos píldoras. Luego se recostó en la cama, con las piernas encogidas cerca del muchacho.

- Tengo que descansar un momento -explicó, cerrando los ojos.

- Bueno, entonces me voy -dijo Martín.

- No, no te vayas todavía -murmuró ella, como si estuviera a punto de dormirse-; después seguiremos hablando..., es un momento...

Y empezó a respirar hondamente, ya dormida.

Había dejado caer sus zapatos al suelo y sus pies desnudos estaban cerca de Martín, que estaba perplejo y todavía emborrachado por el relato de Alejandra en la terraza: todo era absurdo, todo sucedía según una trama disparatada y cualquier cosa que él hiciera o dejara de hacer parecía inadecuada.

"Martín veía sus pechos desnudos entre la blusa entreabierta."

(Fragmento del capítulo XVII)

Sentado al borde de la cama, lleno de confusión, de miedo, Martín veía sus pechos desnudos entre la blusa entreabierta. Por un instante pensó que de algún modo, él, Martín, estaba de verdad siendo necesario a aquel ser atormentado y sufriente. Entonces cerró la blusa de Alejandra y esperó. Poco a poco la respiración de ella empezó a ser más acompasada y regular, sus ojos se habían cerrado y parecía adormecida. Así pasó más de una hora. Hasta que, abriendo los ojos y mirándolo, pidió un poco de agua. Sostuvo con uno de sus brazos a Alejandra y le dio de beber.

- Apagá esa luz -dijo ella.

Martín la apagó y volvió a sentarse a su lado.

- Martín -dijo Alejandra con voz apagada-, estoy muy, muy cansada, quisiera dormir, pero no te vayas. Podes dormir aquí, a mi lado.

Él se quitó los zapatos y se acostó al lado de Alejandra.

- Sos un santo -dijo ella, acurrucándose a su lado.

Martín sintió cómo de pronto ella se dormía, mientras él trataba de ordenar el caos de su espíritu. Pero era un vértigo tan incoherente, los razonamientos resultaban siempre tan contradictorios que, poco a poco, fue invadido por un sopor invencible y por la sensación dulcísima (a pesar de todo) de estar al lado de la mujer que amaba.


Ernesto Sabato (Argentina, 1911-2011).

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