Vancouver: atardecer de verano en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

martes, 25 de junio de 2024

Mirándolas dormir: EL CUARTETO DE ALEJANDRÍA, de Lawrence Durrell

"Por la mañana temprano, dormida entre mis brazos, sus cabellos esparcidos sobre la cara..."

(
Fragmentos de Justine)

Esos momentos son los que colman al escritor, no al enamorado, y perduran para siempre. Podemos evocarlos cuantas veces queramos o utilizarlos como fundamento para construir esa parte de la vida que es la tarea de escribir. Se los puede corromper con palabras, pero no destruir. Recuerdo otro momento semejante: yo tendido junto a una mujer dormida en un cuartucho, cerca de la mezquita.

(...)

Pero estaba también el reverso de la medalla: volver tarde de noche y encontrarla dormida, las pantuflas rojas tiradas en cualquier parte, la pequeña pipa de hachís sobre la almohada... Comprendía entonces que había empezado una de sus depresiones. No se podía hacer nada para aliviarla; palidecía, estaba melancólica, agotada, y durante días era incapaz de salir de ese letargo. Hablaba mucho sola, se pasaba horas escuchando la radio y bostezando, o bien hojeando con desgana una pila de viejas revistas de cine. Cuando el cafard de la ciudad se apoderaba de ella, yo me desesperaba tratando de imaginar la manera de despertarla de su apatía. Tendida en la cama, con ojos que miraban a lo lejos como una sibila, me acariciaba el rostro y repetía infatigablemente:

- Si supieras lo que ha sido mi vida me abandonarías. No soy mujer para ti, ni para hombre alguno. Estoy agotada. No malgastes tu bondad...

(...)

¡Ahl Si el lector hubiera podido verla como la veía yo en sus momentos más humildes y más tiernos, cuando recordaba que era sólo una niña, nadie habría podido acusarme de cobardía. Por la mañana temprano, dormida entre mis brazos, sus cabellos esparcidos sobre la cara, no se parecía a ninguna otra mujer en mis recuerdos; no, más que una mujer era como una criatura maravillosa en el período pleistoceno de su evolución. Y mucho más adelante, pensando en ella como lo hacía y lo he hecho en estos años, descubrí sorprendido que aunque la amaba profundamente sabiendo que no volvería a amar así a ninguna otra, retrocedía sin embargo ante la idea de que pudiera volver a mí. Las dos tendencias coexistían en mi espíritu sin excluirse. "Sí. Por fin he amado realmente. He sabido lo que es eso."

(...)

Iré a verlo de tu parte -dije, aunque me estremecía de asco ante la perspectiva. Pero Melissa se había quedado dormida con su morena cabeza sobre mis rodillas. Cada vez que algo la perturbaba, buscaba refugio en el mundo sin culpas del sueño, resbalando hacia él con la suavidad y la facilidad de un ciervo o un niño. Deslicé mis manos por debajo del desteñido quimono, acaricié suavemente su pecho, sus delgadas caderas. Se movió apenas, semidormida, murmurando palabras inaudibles, mientras yo la alzaba y la llevaba delicadamente hasta el diván. Me quedé largo rato mirándola dormir.

(Fragmento de Balthazar)

Un gordo se puso a bailar la danza del vientre con movimientos insinuantes de muslos y pelvis, y el grupo empezó a marcar el ritmo batiendo palmas. Salí y pasé delante de la miserable casa donde vivía Melissa, con la vaga esperanza de encontrarla despierta. Sentía necesidad de hablar con alguien; no, quería que alguien me diera un cigarrillo. Eso era todo. Después vendría el deseo de acostarme con ella, de tener en mis brazos ese cuerpo esbelto y tierno, de aspirar su olor agrio de alcohol y humo de tabaco, pensando todo el tiempo en Justine. Pero no había luz en la ventana; o dormía o no había llegado todavía.

"Pero ella estaba dormida (...) Al ser tendida en el baño caliente Melissa despertó sin agitarse..."

(Fragmentos de Mountolive)

En seguida hubo silencio y un solo sollozo seco y cansado. Naruz sintió que le acudían lágrimas a los ojos, pero todavía el embrujo lo retenía: incapaz de moverse, hablar ni siquiera sollozar en voz alta. La cabeza de su padre se inclinó sobre su pecho y la mano en que tenía el revólver cayó con él hasta que Naruz oyó el leve golpe del tambor sobre el piso. Un largo silencio estremecido se hizo en la pieza, en el corredor, en el balcón, en los jardines, por doquiera, el silencio de un alivio que permitía que la sangre aprisionada en el corazón y las venas circulase otra vez. (En alguna parte, suspirando dormida, Leila debía de haberse dado vuelta oprimiendo con sus disputados brazos blancos algún sitio fresco entre las almohadas.) Un solo mosquito zumbó. El embrujo se deshizo.

(...)

El alba rompía detrás de la ventana. Con un súbito impulso, él se fue al cuarto de baño y abrió el grifo. Salió el agua casi hirviendo, borbotando adentro de la bañera con un chistido de vapor. ¡Tenía que ser el hotel del Monte del Buitre para que hubiera agua caliente a esa hora y no a otra alguna! Excitado como un chico, la llamó:

- Melissa, ven a empaparte para sacarte el cansancio de los huesos, o si no, no te llevo a casa.

Pensaba cómo entregar las quinientas libras a Darley y disfrazar el origen del regalo. Nunca debería saber que provenía del epitafio hecho por un rival a la tumba de un copto,

- Melissa -llamó de nuevo. Pero ella estaba dormida.

Entonces la tomó en brazos y la llevó al cuarto de baño. Al ser tendida en el baño caliente, Melissa despertó sin agitarse, como una de esas maravillosas flores de papel japonesas que se abren en el agua. Se echaba lujuriosamente la tibieza del agua sobre los menudos pechos y los muslos que empezaban a ponérsele rosados. Pursewarden se sentó sobre el bidet, con una mano en el agua caliente, y le hablaba mientras despertaba.

"Clea se despereza y cruza las manos sobre la cabeza moviendo hacia atrás el casco de pelo dorado que resplandece..."

(Fragmentos de Clea)

No mucho antes del amanecer me desperté de pronto y la vi de pie, desnuda junto al lecho, con las manos unidas en actitud suplicante, como un mendigo árabe, como una pordiosera. Me sorprendí

- No te pido nada -dijo-, nada sino estar en tus brazos, para consolarme. Tengo la cabeza a punto de estallar esta noche y las drogas no me traen el sueño. No quiero quedar a merced de mi imaginación. Para consolarme, Darley, nada más. Unas caricias, un poco de ternura, es todo lo que pido. Todavía semidormido, le hice un sitio a mi lado con desgano. Ella lloraba, temblaba y siguió murmurando todavía durante un largo rato antes de que lograra calmarla. Por fin se quedó dormida, la oscura cabeza sobre la almohada junto a la mía.

(...)

Recordando aquellos pasajes de terrible perspicacia y profundidad -hay tantos en aquel extraño libro- me volvía hacia Clea dormida y estudiaba su perfil sereno para... devorarla, para beberla íntegramente, sin derramar una sola gota, para mezclar con los suyos los latidos de mi corazón. «Por más cerca que deseamos estar de la criatura amada, así, tan separados permanecemos siempre», escribe Arnauti. Aquella frase no reflejaba ya nuestra verdad. ¿O acaso, confundido por mi propia visión, me estaría engañando una vez más? No lo sabía ni me preocupaba; ya no me dedicaba a rumiar en la mente mis pensamientos, había aprendido a tomar a Clea como quien bebe un transparente sorbo del agua de un manantial.

-¿Me mirabas mientras dormía?

- Sí.

- ¡No debes hacerlo! ¿Qué pensabas?

- Muchas cosas.

- No es leal mirar a una mujer cuando duerme, cuando no está alerta.

- Tus ojos han vuelto a cambiar de color. Fuma.

(Una boca cuya pintura se corría levemente bajo los besos. Las dos comas, como dos pequeñas cúspides, dispuestas siempre a convertirse en hoyuelos cuando las perezosas sonrisas subían a la superficie. Clea se despereza y cruza las manos sobre la cabeza, moviendo hacia atrás el casco de pelo dorado que resplandece a la luz de la bujía. Antes no poseía ese dominio sobre su belleza. Ritmos y gestos recién nacidos, lánguidos sin duda, pero que revelan una nueva y deslumbradora madurez. Una sensualidad límpida no fragmentada ya por titubeos e indecisiones. La chiquilla ingenua de antes se ha transformado en esta hermosa y sorprendente criatura en la que cuerpo y mente parecen integrarse a la perfección. ¿Cómo pudo haber ocurrido esto?)

Lawrence Durrell
(Inglés nacido en India y fallecido en Francia, 1912-1990).

(La traducción de Justine y Balthazar es de Aurora Bernárdez,
la de Mountolive de Santiago Ferrari y la de Clea, de Matilde Horne).

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