"A mi marido. Siempre. 12 de agosto, 1860."
(Fragmento)
- Hablé con ella anoche. Me contó la historia, me lo contó todo. No creo que haya problema -me miraba, observaba mi cara-. Te la compraré, entonces.
- No puedo vender lo que no es mío.
- Déjame mirarla, entonces. Te la devolveré. Hablé con ella anoche. No será nada incorrecto.
Me la entregó. La caja se había fundido un tanto; la cerradura que Judith había cerrado a golpes para siempre se había reducido a una fina línea a lo largo de la juntura: podría abrirse tal vez con una hoja de un cuchillo. Pero fue precisa un hacha.
La fotografía estaba intacta. Miré la cara y pensé tranquila, estúpidamente (somnoliento, empapado y sin haber desayunado, estaba un poco alelado); la contemplé sereno: "Vaya, creía que era rubia..." Entonces desperté, volví a la vida. Miré con calma aquel rostro suave, oval, sin mácula; la boca carnosa, llena, un tanto flácida, los ojos ardientes, adormilados, sigilosos, el pelo de tinta con su casi imperceptible aunque inequívoca tiesura: el sello trágico e indeleble de la sangre negra. La dedicatoria estaba en francés: "A mon mari. Toujours. 12 Août 1860".
Y volví a mirar aquella malhadada y apasionada cara con su calidad intensa y saciadora de pétalo de magnolia -la cara que inintencionadamente había destruido tres vidas-, y entendí entonces por qué el tutor de Charles Bon le había enviado a estudiar tan lejos, al norte del Mississippi, y qué era lo que para Henry Sutpen, fruto de generaciones, nacido ya con lo que era y lo que creía y lo que pensaba, era peor que el matrimonio y agravaba la bigamia hasta el punto de que la pistola no era sólo justificable, sino inevitable.
- Eso es todo lo que hay dentro -dijo la negra.
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1949.
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