"... cuando nos explican las causas del trueno, de los vientos, de los eclipses..."
(Fragmento)
Pongamos
en el mismo casillero a los dialécticos y sofistas, gente que mete más ruido
que las campanas de una catedral. El menos hablador podría mantener en jaque a
las veinte
comadres más charlatanas que se pudieran encontrar en toda la tierra. Serían
felices sin
duda alguna si no hiciesen más que charlar, pero disputan, riñen con
obstinación por las
cosas más vanas y ridículas y a fuerza de altercados pierden de vista la verdad
que buscaban.
El amor propio les hace completamente felices. Armados con dos o tres silogismos
no temen entrar en liza con toda clase de campeones y disputar sobre cualquier tema
conocido. Aunque se enfrenten con el mismo Estentor jamás les veréis ceder; su terquedad
les hace invencibles.
Después
vienen los filósofos, gente muy respetable, a juzgar por la barba y la capa, personas
que se vanaglorian de ser los únicos sabios de la tierra y que miran a los
demás hombres
como sombras vanas que se mueven sobre la superficie de la tierra. Qué placer para
ellos cuando en sus delirios filosóficos crean en el universo una cantidad innumerable
de mundos diversos. Cuando nos dan el tamaño del sol, de la luna, de las estrellas
y de otros astros con tal exactitud como si los hubiesen medido con una cuerda; cuando
nos explican las causas del trueno, de los vientos, de los eclipses y otros fenómenos
inexplicables, hablando siempre con la misma seguridad que si hubiesen sido los
secretarios de la naturaleza cuando se ordenó el universo o acabasen de llegar
del Consejo de los dioses.
Erasmo de Rotterdam (Holanda, 1466-1536).
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