Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 10 de junio de 2024

Mirándolas dormir: EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO, de Ciro Alegría

"Casiana se fue tranquilizando y un sueño cada vez más pesado la envolvió hasta sumergirla en una completa paz."

(
Fragmento del capítulo 8: El despojo)

Casiana se encogió en su lecho y la llama de la hoguera fue dejada a su suerte. Pronto se terminaron los ya exiguos leños y solamente quedó el resplandor de las brasas. El hombre arregló sus cobijas y se tendió. Casiana tenía miedo. ¿Y si ese criminal asqueroso le hacía algo? Pero pasaban los minutos y el hombre no daba ninguna señal de inquietud. Casiana se fue tranquilizando y un sueño cada vez más pesado la envolvió hasta sumergirla en una completa paz. El hombre, entre tanto, pensaba en Casiana o mejor dicho la deseaba. Al resplandor de las brasas se veía el perfil de su cuerpo, la curva amplia y voluptuosa de la cadera, la espalda ancha, la mata del cabello. Estaba de costado, de cara a la pared de la caverna. Respiraba lentamente y el hombre, al pensar que se había dormido ya, la deseaba más todavía. Ese retiro al sueño le acicateó el deseo de posesión. ¡Pero Valencio! ¡Pero el Fiero Vásquez! Lo matarían. O tendría que matarlos primero. Y él era manco y no parecía muy seguro de que ocurriera así. No tenía revólver y con puñal cambia la cosa. Pero la mujer acaso no iba a permitir, pues debía querer al Fiero, y entonces tendría que dominarla. La mujer era fuerte, se veía, y con un sólo brazo no la podría sujetar. Qué inmensa desgracia la de ser manco. La mujer llenaba y vaciaba el aire de su pecho, de ese pecho de relieve incitante, que él había contemplado durante todo el día. Mas estaba seguro de que no iba a permitir y tampoco la podría dominar. Quizá amena- zándola de muerte, pero entonces, ¿no se lo diría a Valencio y al Fiero? Su sexo le dolía y lo torturaba. Por su cuerpo corría una llama roja que comenzó a fustigarlo y hacerle dar vueltas en el lecho. Ella seguía dormida, extraña a su mudo reclamo, a la angustiada espera de su carne, a la vigilancia enconada de su sexo despierto. La odiaba y la deseaba. La cadera henchía su amplitud propicia y sin embargo negada para él, que era un desgraciado, acaso el más desgraciado de todos, manco y sin poder tomar, así fuera a malas, su presa de voluptuosidad, de ese goce entrañable que hace del hombre un ser eternamente vencido y vencedor.

Si él consiguiera expresar todas estas cosas. Si Casiana le pudiera entender. Ella se negaría y, a lo peor, se ponía a dar gritos llamando a Valencio. El perro se había marchado con Valencio. Tendría que matarla, que matarlos acaso. Y al Fiero también, No era hombre de torturas el Fiero, pero podía comenzar con él ahora. ¡Forzarle o matarle la mujer! Era mucho. Él había dicho, precisamente, que no llevaba mujer para sufrir igual que todos. Por eso les daba licencia cada quince días, cada mes. Los bandidos tenían sus mujeres por los poblachos, por las haciendas. El Manco no aprovechaba la licencia porque no tenía mujer. ¿Quién iba a querer a un manco? Sobraban hombres enteros para abrazarse y amarse. Ya no lo llevaban a los asaltos por inútil y no tenía oportunidad ni siquiera de amedrentar a una mujer. Y la mujer era una buena cosa que encerraba en su entraña una torrencial alegría. Ella continuaba durmiendo y hubiera querido despertarla bajo el dominio de su brazo y poseerla y huir. Pero no, no podría dominarla. Y cada vez más la idea de Valencio y el Fiero se borraba, desaparecía y sólo quedaba el hecho de un cuerpo de mujer y de su salvaje y neto deseo, de ese anhelo metido en la carne como una llama fustigante, alerta, ávida. Si le oponía resistencia tendría que amedrentarla. Sacó su cuchillo y comenzó a resbalarse: ¡Qué largo era el tiempo de la espera! Ya sentía más próxima su respiración. Mas en ese mismo largo tiempo un ruido sordo, repetido, se arrastró cerro abajo y pasó junto a la cueva y se perdió en el fondo. Era una galga. Sin duda Valencio pisó una piedra floja y la desprendió. Y avenía, pues. Quién sabe se encontraba muy arriba todavía. Acaso. Pero la nueva impresión se había cruzado en el camino de las anteriores, amortiguándolas. Ahora surgían de nuevo las figuras vengadoras de Valencio y el Fiero. Y sobre todo, la duda de no poder dominarla y perderlo todo sin haber logrado nada. Presa de una súbita resolución, el Manco guardó el cuchillo y salió de la cueva. El viento le golpeó el cuerpo y se fue calmando. Ahora le parecía ya que estuvo a punto de cometer una locura. Pero tampoco deseaba volver a la caverna mientras no llegara el hermano; temía, odiaba y deseaba aún el cuerpo dormido frente a su soledad. Al poco rato llegó Valencio.


Ciro Alegría (Perú, 1909-1967).

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