Vancouver: atardecer de verano en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

sábado, 22 de junio de 2024

Mirándolas dormir: GABRIELA, CLAVO Y CANELA, de Jorge Amado

"Entró despacio y la vio dormida sobre una silla, con los largos cabellos esparcidos..."

Capítulo segundo de la primera parte: Un brasileño de Arabia

(Fragmento de Gabriela adormecida)

Introdujo la llave en la cerradura, resoplando por la subida; la sala estaba iluminada. ¿Habrían entrado ladrones? ¿O tal vez la nueva cocinera habría olvidado apagar la luz?

Entró despacito y la vio dormida sobre una silla, con los largos cabellos esparcidos sobre los hombros. Después de lavados y peinados se habían transformado en una cabellera suelta, negra, encaracolada. Vestía harapos pero limpios, seguramente los que traía en su atadito. Un desgarrón en la pollera dejaba ver un pedazo de muslo color canela, los senos subían y bajaban levemente al ritmo del sueño, el rostro sonreía.

- ¡Mi Dios! -Nacib se quedó parado, sin poder creer. La miraba con un espanto sin límites; ¿cómo se había escondido tanta belleza bajo el polvo de los caminos? Caído el brazo rollizo, el rostro moreno con la placidez del sueño, allí, adormecida en su silla, parecía un cuadro. ¿Cuántos años tendría? El cuerpo era el de una mujer joven, y sus facciones las de una niña.

- ¡Mi Dios, qué cosa! -murmuró el árabe casi con devoción.

Con el sonido de su voz, ella despertó asustada pero luego sonrió, y toda la sala pareció sonreír con ella. Se puso de pie, arreglando con las manos los trapos que vestía, humilde y clara como un rayo de luna.

- ¿Por qué no te acostaste y fuiste a dormir? -fue todo lo que Nacib acertó a decir.

- Como el mozo no me dijo nada...

- ¿Qué mozo?

- El señor... Ya lavé la ropa, arreglé la casa. Después me quedé esperando, y me agarró el sueño. -Tenía la voz cadenciosa de la nordestina.

De ella venía un perfume a clavo de olor, de los cabellos tal vez, quizá del cuello.

- ¿Sabes cocinar, de veras?

Luz y sombra en su cabello, los ojos bajos, el pie derecho alisando el piso como si fuera a salir a bailar.

- Sé, si señor. Trabajé en casa de gente, rica, me enseñaron. Hasta me gusta cocinar... -sonrió y todo pareció sonreír con ella, hasta el árabe Nacib que se dejó caer en una silla.

- Si de verdad sabes cocinar, te voy a pagar un sueldazo. Cincuenta cruzeiros por mes. Aquí pagan veinte, treinta a lo máximo. Si el trabajo te parece pesado, puedes buscarte una muchacha que te ayude. La vieja Filomena no quería ninguna, jamás quiso aceptarla. Decía que no se estaba muriendo para necesitar una ayudante.

- Yo tampoco quiero.

-¿Y del sueldo, que me dices?

- Lo que el patrón me quiera pagar está bien para mí...

Jorge Amado (Brasil, 1912-2001).

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